La ortodoxia económica declara que recomponer el poder adquisitivo de los salarios y hacer crecer la economía, son objetivos imposibles de cumplir sin generar inflación. En ese dogma de fe se ampara la amenaza de aumentar los precios si los salarios suben, extorsión que es útil en el discurso dominante para contener los reclamos salariales sin importar demasiado los verdaderos motivos del fenómeno. Esto es así porque la inflación alude a un síntoma de causas muy variadas que, de forma simplificada, se pueden agrupar en tres grandes grupos: a) el exceso de demanda; b) el incremento de costos y c) los problemas estructurales del subdesarrollo.
La teoría de la inflación de demanda relaciona el aumento de los precios a los deseos de compra de los consumidores que exceden a la cantidad de bienes que se pueden producir (e importar) en un período de tiempo determinado. Ante esta escasez relativa de bienes, los mercados ajustan por medio del incremento de precios para eliminar de la demanda efectiva a los sectores de menor poder adquisitivo.
Estos esquemas de análisis adjudican la inflación al exceso de dinero circulante en poder del público, producto del financiamiento con emisión del déficit fiscal. Así, llegan a la conclusión de que el aumento de precios se debe a un incremento en la cantidad de dinero por encima de lo normal, producto de un “gobierno irresponsable”.
Con la llegada del Estado de Bienestar a Europa, comienza a tomar fuerza la idea de que la inflación estaría causada por un aumentó de costos generado en la puja distributiva entre capital y trabajo. Sobre este aspecto, el economista británico John Hicks destacó, a través de diferentes estudios históricos, que durante el esquema monetario del patrón oro, los ingresos de los trabajadores se ajustaron flexiblemente al equilibrio determinado por las condiciones del comercio exterior. En cambio, el sistema monetario surgido luego de la Segunda Guerra Mundial fue mucho más flexible que el anterior para acomodarse a los niveles de salario efectivo, que ahora estaban determinados por fuerzas principalmente extraeconómicas. Esto lo explicita el autor en 1955 cuando señala: “En lugar de que los salarios actuales tengan que ajustar al nivel de equilibrio, la política monetaria ajusta el valor de equilibrio de los salarios monetarios para que coincidan con los actuales.” La nueva relación entre salarios y moneda, que el autor denomina labor standard, o patrón trabajo, enoposición al gold standard, o patrón oro, tuvo la ventaja de evitar el desempleo generado por las discrepancias entre los niveles de salarios de equilibrio y los efectivos, porque utilizó la política monetaria con este objetivo. Dicha modificación institucional fue una de las principales características de la edad de oro del capitalismo, un período de crecimiento ininterrumpido con pleno empleo, que transcurrió entre 1945 y 1972 en el mundo desarrollado.
En definitiva, este mecanismo inflacionario, que podríamos denominar keynesiano, destaca que la puja distributiva incrementa los costos de producción (salarios o insumos importados), o los márgenes de ganancia de las empresas, y esto termina trasladándose a los precios. Ante dicha circunstancia, el Banco Central emite dinero para validar este aumento de costos y evitar la recesión. El nuevo razonamiento cambia totalmente el sentido de la causalidad respecto de la teoría anterior. En este caso los aumentos de costos se trasladan a precios y estos, finalmente, obligan a incrementar la cantidad de dinero.
Emparentada a la inflación de costos encontramos el enfoque estructuralista que, a diferencia de los anteriores, destaca como causa del incremento de precios a la existencia de una estructura económica y social subdesarrollada.
En este sentido, los modelos estructuralistas hacen foco en la inflación generada por los estrangulamientos de oferta originados en la escasez de divisas, producto de que las exportaciones de bienes primarios son insuficiente para pagar las importaciones de bienes industriales, o bien, en la carencia de la infraestructura adecuada para la provisión de bienes y servicios estratégicos, como electricidad, agua, transporte y energía.
Marcelo Diamand describe sintéticamente la inflación estructuralista, como aquella que se presenta cuando: “no habiendo llegado aún al empleo total, ya aparecen ciertos cuellos de botella en la capacidad productiva. Descartada –por falta de divisas– la posibilidad de suplir la insuficiencia de oferta por la vía de importaciones, estos cuellos de botella dan lugar a alzas de precios de los bienes escasos.” Lo anterior impulsa, en un primer momento, un ajuste de precios relativos a favor del bien escaso, pero luego comienzan a operar los mecanismos de espiral inflacionario y de puja distributiva propios de la inflación de costos. En los últimos tiempos, la Argentina ha transitado diversos brotes inflacionarios generados, especialmente, por la escasez relativa de divisas. En este punto, la teoría estructuralista latinoamericana nos muestra la importancia que tiene la restricción externa y el alza del precio del dólar en el proceso inflacionario. Sin embargo, durante este período el camino de causalidades no parece ir desde el aumento del dólar al incremento de costos y precios, sino que el mismo fue aprovechado por una estructura de oferta con características oligopólicas para aumentar los márgenes de ganancia y apropiarse así de una mayor parte del excedente económico. Luego, la espiral inflacionaria se reproduce en un escenario en el que todos los precios suben y se confunden las causas con los efectos.
Este artículo se publicó originalmente en el semanario Trabajo y Economía, con la edición de Tiempo Argentino.
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