No sólo los colores son capaces de hacer impacto en las retinas de los
espectadores.
Los humanos siempre buscaron representar la realidad al detalle y desde
el momento en el siglo XIX en que se inventaron la fotografía primero y el cine
después, la siguiente frontera fue superar el blanco y negro agregando color,
tridimensionalidad, sensaciones, etc.
Volviendo al B/N originales, lejos de abandonarse totalmente con la
introducción formal del color en los años 30 -hubo varios experimentos en el
camino- y descartarlo como algo superado ha seguido minoritariamente con una
particular aura “artie”.
Una de las mejores explicaciones de ese prestigio estaría en que muchos de los
clásicos que jalonaron la historia del cine son films B/N y que entre sus más
ardientes defensores estuvo nada menos que Orson Welles.
El legendario director lo llamaba «The actor’s best friend» o el
mejor amigo de los actores y se sabe que en los años ochenta la cadena TNT -Turner
Network Television- le propuso colorear El
ciudadano (1941) y contestó con furia: “Mantengan a Ted Turner y sus
malditos crayones lejos de mi película.”
Los buenos films no pueden dejar de verse por su monocromatismo -otra manera de
denominarlo- y en gran parte de ellos es hasta un plus. No sólo los que fueron
rodados antes del color, sino también los posteriores que se rodaron buscando
el tipo de textura o la atmosfera que aporta el B/N como uno de tantos recursos
visuales a disposición de un realizador.
Los títulos son innumerables, pero la siguiente lista cronológica es representativa
e imperdible para cualquiera que guste del arte cinematográfico.
Metropolis (1927) de Fritz Lang, que
podría definirse como una de las primeras distopías futuristas porque presenta
un siglo XXI dividido entre elites autoritarias y obreros oprimidos y como una
de las obras maestras del expresionismo alemán, cuyas sombras alargadas y
contraste casi total eran parte esencial de su estilo.
La pasión de Juana de Arco (Carl
Theodor Dryer; 1928) es uno de los largometrajes más citados de Dryer y ha
influido en la obre de incontables directores.
Y no necesita ni el color ni el sonido para seguir emocionando al contar cómo
en 1431 la adolescente Jean fue acusada de herejía y sometida a juicio por
seguir sus visiones y su fe.
Tiempos modernos (1936) con Charles
Chaplin como director y protagonista de esta comedia dramática sobre el obrero
de una fábrica automatizada que pierde su trabajo y trata de sobrevivir en las
calles.
El Ciudadano de Welles, la ya
mencionada y emblemática biografía no autorizada del magnate de la prensa
William Randolph Hearts, que encumbró a su director y también le trajo muchísimos
inconvenientes.
Historias de Tokio (1953) es uno de
los trabajos más loados e influyentes del japonés Yasujirô Ozu, aunque
cualquiera de su filmografía merecería integrar esta lista.
Un Drama asordinado sobre una pareja mayor que con gran ilusión va a
visitar a sus hijos a la ciudad, pero los encuentra demasiado ocupados como
para dedicarles algo de tiempo.
Choque entre las tradiciones japonesas y las nuevas costumbres influidas por
occidente, que fue uno de los temas recurrentes del director.
Los cuatrocientos golpes (1959). Opera
prima del francés François Truffaut; uno de los hitos de la Nouvelle Vague y
primera entrega de la saga de Antoine Doinel con una inolvidable escena de
apertura al amparo la torre Eifell, subrayada por la música de Jean Constantin.
Una Eva y dos adanes (Billy Wilder;
1959). Imposible no reír y hasta carcajear con esta comedia alocada ambientada
en los años veinte.
Basada en uno de los guiones más justamente alabados de la historia del cine, porque
muestra que la comedia puede ser cosa muy seria.
Psicosis (Alfred Hitchcock; 1960). El
maestro del suspenso pudo haber rodado este thriller en color, pero prefirió
hacerlo en blanco y negro para evitar caer en el gore en la famosísima escena
de la ducha.
La dolce vita (Federico Fellini;
1960). Unos pocos días y noches romanos en la vida del desencantado periodista
interpretado por Marcello Mastroianni, para plasmar el signo de esos tiempos
con la ironía y los toques surrealistas propios del director italiano.
Crónica de un niño sólo (1965). Cualquier
título de la trilogía en blanco y negro de Leonardo Favio sería digna de
incluirse como representante argentina, pero quizás por habría que comenzar por
este drama sobre un niño dejado a su suerte, con varios puntos de contacto con la
propia infancia del director.
Y relativamente más cerca en el tiempo, La haine/ El Odio de Mathieu Kassovitz (1995). Drama sobre la tensión racial
y la segregación protagonizado por Vincent Cassell, que años después se
desatarían realmente en las calles de un Paris alejado del cliché del glamour y
la moda.
Una decena insuficiente y arbitraria, pero capaz de despertar el gusto y la
admiración por sus infinitos matices de gris.
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