Bien, este es un tema extremadamente controvertible, pero no lo voy a esquivar, es parte del mundo de los jóvenes de hoy y de los que pretenden vivir como ellos. Me voy a atrever a proponer esta tesis, que está sustentada tan solo por las convicciones a las que he arribado de la observación, la reflexión y la experiencia.
El concepto de obsolescencia, por el cual las cosas tienen un valor a término, se ha introducido en nuestros modos de pensar y de vivir. Pero, también se ha ido extendiendo en su aplicación a las relaciones personales, incluidas las relaciones de pareja, concepto amplio y ambiguo. Ese concepto tiene una íntima relación con lo efímero, lo evanescente, lo circunstancial, lo que convierte todo en entidades pasajeras: nuestras ropas, nuestros electrodomésticos, nuestros gustos, la música, nuestros sentimientos, etc. Esta cualidad de pasajera trasladada a las relaciones de pareja convierte la relación actual en sólo un puente con la próxima relación, que será mejor que la actual. Es la novedad lo que la convierte en apetecible y la novedad tiene una duración muy corta. Por lo que la búsqueda de relaciones apunta a pasar el momento o, en el mejor de los casos, un corto lapso de tiempo.
Hay expresiones de los jóvenes (y de los otros) que me asustan. Dicen de una relación: ya fue. O algo más descarnado: fue un touch and go. Mi necesidad de dar una explicación a este tipo de expresiones, que manifiestan conductas personales, me ha llevado a reflexionar sobre el particular. He llegado a la siguiente conclusión: el mercado ha introducido la creencia que todo se puede comprar, y también que la obsolescencia es una cualidad de todo lo comprable. El amor ha sido sometido, en parte, a esas reglas. Si bien el amor es imposible de ser comprado, porque tal operación demostraría que no es amor, el mercado espiritual ofrece sustitutos aceptables. La necesidad impuesta por este tipo de prácticas sociales de pasarla bien empuja al consumo de relaciones circunstanciales obtenibles en lugares comerciales: paseos de compra, boliches, confiterías, etc. Queda claro que lo que se puede conseguir allí no obliga a una relación duradera.
Bien, avancemos. También el consumo invadió las relaciones personales, incluidas las de pareja. Los cuerpos de ellas y ellos son, en parte, resultado de diversos consumos, desde ropas, alimentos, cosméticos hasta aditamentos de todo tipo que sacan o agregan lo que se pida. Todo ello no sorprende ya a nadie. Esos cuerpos son ofrecidos para el consumo amoroso, que poco tiene que ver con sentimientos duraderos o profundos. Se consume sexo, según se dice, como si el sexo fuera un producto ajeno a la integralidad de la persona. Las personas son sexuadas en su totalidad, por lo que la relación con sólo su genitalidad es una amputación espiritual, que permite un distanciamiento al utilizar nada más que una parte de ella. Es un uso, un consumo, de lo que se denomina el placer individual. La búsqueda del placer a través del otro convierte a éste en un instrumento para su logro. En estas condiciones, se denomina placer a un estremecimiento superficial, epidérmico, que reduce la relación a un conjunto de sensaciones, más o menos intensas.
Este juego elevado como justificación ideológica a la categoría de libertad sexual, cuando debiera llamarse más correctamente libertad genital, empobrece las relaciones de pareja, las vacía de contenido espiritual, animaliza esas relaciones. Puede encontrarse en expresiones como potro y potra, macho y hembra, que reducen sus contenidos a medidas de peso, tamaño y forma, una parte de lo que intento trasmitir. Todo ello tiene un precio elevadísimo en la conformación integral de los que practican ese tipo de relaciones. Una vez más, este no es un problema sólo de jóvenes.
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