La global afectación del medio ambiente constituye un fenómeno de nuestro tiempo de evidente relevancia social.
La desmedida explotación de recursos, puesta de manifiesto particularmente a partir de la postguerra, y la utilización de procesos generadores de polución -entre otros factores contribuyentes-, motivaron que se instalara en los más importantes niveles de decisión la preocupación por resguardar el planeta.
Sin embargo, tal inquietud -que fue primeramente plasmada en documentos internacionales y luego, de manera progresiva, en los ordenamientos jurídicos particulares- se tradujo en tibios resultados concretos.
El calentamiento global y el efecto invernadero, el avance de los procesos de desertización, la anunciada escasez de agua potable, son algunas de las claras demostraciones -a escala mundial- del fracaso denunciado.
Quienes tienen incidencia en la definición de políticas generales de gobierno -nacionales e internacionales- cargan con el deber de diseñar las estrategias necesarias para revertir el manifiesto proceso de degradación del ambiente, entendido básicamente como ámbito de supervivencia del ser humano.
A ese nivel, las medidas que deben adoptarse no son desconocidas por nadie, y giran en derredor del concepto de desarrollo sustentable acuñado por el canadiense Strong, y universalizado en
No obstante, cabe tener en cuenta que la degradación general del ecosistema es -en gran medida- producto de la sumatoria de las diversas afectaciones de incidencia local o regional. Por ende, constituiría -cuanto menos- una equivocación adherir a la posición de quienes insinúan que la responsabilidad de los desarreglos ambientales del planeta, es exclusivamente de la dirigencia de organismos supranacionales.
Asimismo, en el marco de la organización interna, tampoco resultaría acertado el diagnóstico que atribuyera deficiencias en el ejercicio funcional a los integrantes de alguno de los tres poderes del Estado en forma excluyente.
Por una parte, el sistema exige una regulación normativa que verdaderamente responda a la finalidad que se proclama -la protección del medio ambiente-, emanada de legisladores cuya inmunidad tenga relación -más que con la posibilidad de opinar libremente- con la resistencia a las influencias derivadas de los fuertes intereses en juego.
Son necesarios textos legales cuyos contenidos -antes que abundar en enunciados formales- permitan atender en forma concreta a la consigna de sustentabilidad.
Hoy por hoy, no demanda esfuerzo mencionar normas de jerarquía diversa que suministran justificaciones jurídicas, a la postergación sine die de medidas que deberían ser adoptadas sin más demoras (Vg., erradicación de PCB; instalación de plantas purificadoras; entre otras).
En segundo lugar, la actuación eficaz de los integrantes del régimen de administración de justicia, tendiendo a dar cumplimiento a aquello que, por principio, es su cometido fundamental -solucionar en forma concreta los conflictos particulares-, resulta determinante al momento de hacer efectivos los principios vertebrales de la gestión ambiental.
Sin embargo, un somero relevamiento de casos que han llegado a los estrados judiciales, permite advertir que frecuentemente no se lleva a cabo el mejor balance de los intereses en juego, dándose prioritaria atención a cuestiones de trámite, en desmedro de la resolución -a tiempo- de los problemas de fondo.
En cuanto al rol que incumbe al poder administrador, no es noticia destacar que la ausencia de una política ambiental comprometida, coherente con el proyecto general de gobierno, conspira contra el objetivo final que se supone pretendido, si se tiene en cuenta tanto la consigna prevista por el constitucionalista del año 1994 -de manera expresa- en el artículo 41 del Texto Supremo, como la posición que se expone en los diversos foros internacionales.
Al respecto, una mayor eficiencia en el control de los aportes contaminantes, la efectiva imposición de sanciones cuando el caso lo amerita, la asignación de partidas presupuestarias acordes a las necesidades -siguiendo criterios que respondan a previos estudios de situación-, y la educación en sus distintas variantes, son asignaturas que aún tienen respuesta pendiente de ejecución.
Finalmente, la sociedad no debe permanecer ajena al circuito de tutela ambiental -que cobra relevancia fundamental al momento de ejercitar el derecho de peticionar-; ni puede olvidarse el múltiple rol que asumen los medios de comunicación, inclusive el de aquellos cuya independencia resulta dudosa.
En definitiva, las responsabilidades por la deficiente gestión ambiental, difícilmente podrán ser atribuidas a un solo operador.
Y como lógica consecuencia, una tal concurrencia de deberes y facultades, atenta contra las posibilidades de éxito de las acciones iniciadas para la protección del entorno vital.
Por ello, si bien es cierto que, en muchos casos, la cuestión se reduce a un enunciado tan elemental como procurar que las normas vigentes sean cumplidas, a la hora de hacer valer el derecho a un medio ambiente sano -y su preservación para quienes nos sucederán-, tendrá que ser parte indispensable de la estrategia a seguir, definir claramente quiénes son aquellos que desaprensivamente ignoran la tutela del ecosistema en el que vivimos, convivimos y -por ahora- sobrevivimos.
Gabriel Darío Jarque es secretario de Fiscalía General Federal y coordinador de
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