En la nota anterior señalaba las consecuencias del imperio de los medios masivos. Los usuarios de todo el arsenal técnico de que disponen, cada vez más sofisticados, nos hemos acostumbrados a ver el mundo como espectáculo, sin pensar en la posibilidad de actuar sobre él. La información se presenta separada de la ejecución de políticas en curso. Se nos muestra el panorama político social general del mismo modo que se nos anuncia el estado meteorológico: son acontecimientos ajenos a la voluntad de los hombres, se entiende de los hombres comunes. Al contemplar el mundo como un mosaico, o tal vez como un caleidoscopio, en el que no se perciben las relaciones entre las cosas, se presenta todo previamente digerido, se crea entonces un estado de aturdimiento, indefensión y modorra en el que crece con facilidad la parálisis social. El espectáculo de la vida reemplaza así a la vida.
Pero como dijo Gabriel García Márquez: La invención pura y simple, a lo Walt Disney, sin ningún asidero en la realidad, es lo más detestable que pueda haber. Es que deberíamos tomar conciencia del grado de impacto social que alcanzan los medios de comunicación que, por el contrario, podrían jugar un papel de importancia decisiva en la transformación para una vida mejor. La capacidad educativa, en el sentido más amplio de la palabra, es de un alcance superlativo. Cuánto se podría hacer por el mejoramiento de las condiciones del mundo actual. Pero la lógica del lucro no lo permite: las grandes compañías mediáticas terminan siendo, en todo caso, enemigas a muerte de cualquier intento de cambio.
Son, en otros términos, no sólo aliados del poder sino parte fundamental misma de la estructura del poder, con tanta o mayor preponderancia en el mantenimiento de las sociedades que las armas más sofisticadas. La guerra principal es hoy la guerra mediática, y esta guerra desatada en la posguerra mundial ha sido, hasta ahora, una amplia victoria de los medios concentrados.
Surge ahí, entonces, la necesidad de otro tipo de medios comunicativos: son los llamados medios alternativos, los otros posibles. Es decir, medios de comunicación no aferrados a la dinámica empresarial, no centrados en el espectáculo de la vida sino en la vida misma, en la lucha de la vida por la vida. La única manera de lograr esto es permitir, como lo manifestara el Informe MacBride, que los miembros de la sociedad y los grupos sociales organizados puedan expresar su opinión. O sea, reemplazar el espectáculo, la representación de los hechos por la palabra de los actores mismos de los hechos. Eso son los medios alternativos de comunicación: instrumentos que sirven para darle voz a los sin voz.
Medios de comunicación alternativos hay muchísimos, con una amplísima variedad en formatos, estilos, recursos y grados de incidencia. Responden al trabajar por una transformación social desde un espíritu solidario y no estar movidos por el afán de lucro empresarial, al hacer jugar a la población no el papel de consumidor pasivo sino el de sujeto activo en el proceso de comunicación. Esta enorme gama de medios que se reconocen como alternativos tiene como objetivo primordial ser un instrumento popular, una herramienta en manos de los pueblos para servir a sus intereses.
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