Hemos venido hablando de la incitación de los aspectos más oscuros de la conciencia humana por obra de una publicidad sin límites éticos. Ella no ha tenido reparos para apelar a los mecanismos más perversos para el logro de sus propósitos: aumentar la ganancia de los productores y comerciantes. Es necesario prestar atención porque aparece en este tema una estructuración sistemática. Esta publicidad que sale de la mano de especialistas educa para la configuración de un tipo humano que ha conseguido éxitos sorprendentes: el hombre consumista. Estos problemas fueron apareciendo en la manifestación del magisterio a medida en que el problema mostraba sus aristas más agudas. Veamos, entonces, sus expresiones en las últimas décadas. Juan Pablo II abordó el tema en dos oportunidades, en la Sollicitudo rei socialis (1987):
A través de las opciones de producción y de consumo, se pone de manifiesto una determinada cultura como concepción global de la vida. De ahí nace el fenómeno del consumismo. Al descubrir nuevas necesidades y nuevas modalidades para su satisfacción, es necesario dejarse guiar por una imagen integral del hombre que respete todas las dimensiones de su ser y que subordine las materiales e instintivas a las interiores y espirituales. Por el contrario, al dirigirse directamente a sus instintos, prescindiendo en uno u otro modo de su realidad personal, consciente y libre, se pueden crear hábitos de consumo y estilos de vida objetivamente ilícitos y con frecuencia incluso perjudiciales para su salud física y espiritual. El sistema económico no posee en sí mismo criterios que permitan distinguir correctamente las nuevas y más elevadas formas de satisfacción de las nuevas necesidades humanas, que son un obstáculo para la formación de una personalidad madura.
Y en la Centesimus annus (1991), siguiendo en esa línea agregaba:
Por eso es necesario esforzarse por implantar estilos de vida, a tenor de los cuales los elementos que determinen las opciones del consumo, de los ahorros y de las inversiones sean la búsqueda de la verdad, de la belleza y del bien común, así como la comunión con los demás hombres… A este respecto, no puedo limitarme a recordar el deber de la caridad, esto es, el deber de ayudar con lo propio superfluo y, a veces, incluso con lo propio necesario para dar al pobre lo indispensable para vivir. Me refiero al hecho de que también la opción de invertir en un lugar y no en otro, en un sector productivo en vez de en otro, es siempre una opción moral y cultural.
Recordemos que en entregas anteriores hemos tratado de pensar la relación entre los problemas de la democracia, objetivo de esta serie de notas, y el imperio de este tipo de capitalismo. En las citas que hemos leído también se cruza la necesidad de pensar las consecuencias de una publicidad libre que, amparándose en la tan reclamada libertad de prensa, como correlato de la libertad de mercado, subordina a sus propósitos toda la cuestión ética social. Todo ello demuestra que el reclamo del ejercicio de esas libertades, cuando se las utiliza en forma irrestricta, producen este tipo de consecuencias. Es posible que aparezcan los defensores de una libertad sin límites, tan en boga en estas últimas décadas, y que sostengan que cada profesión debe colocar sus propias limitaciones subordinadas a una ética profesional. Bien, se podría estar de acuerdo. Pero, ¿por qué esas limitaciones no aparecen? ¿Por qué ese corrimiento de los límites de lo aceptable moralmente ha llegado situaciones escandalosas? No he oído las respuestas.
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