Habíamos analizado la desigualdad como resultado de las diferencias en la distribución de la riqueza. Esta desigualdad es vista, por la corriente liberal de pensamiento, como el resultado de las diferencias entre las personas y que la sociedad libre tiene como base el respeto por esa desigualdad. Lo que no se revisa, y por tanto no ingresa al debate, es que la desigualdad tiene diversas causas y que las de origen biológico (aceptemos el uso del vocablo con mucha reticencia) no son las más importantes en el resultado de las desigualdades sociales. Veamos algunas.
Cuando las desigualdades se derivan de la posesión o la carencia de un capital, las condiciones de la competencia quedan ciertamente condicionadas. Coloca un punto de partida desigual sin que ningún mérito personal previo lo justifique, salvo la condición de portar un apellido. Sin preguntar, por otra parte, cómo ha sido obtenido ese capital. Nos enfrentamos a un tipo de desigualdad difícilmente defendible. De este modo, pueden darse casos en que los menos capacitados con capital están en una ventaja relativa muy grande, respecto de aquellos más habilidosos o preparados pero sin capital. Esta diferencia en los puntos de partida desmiente las ventajas de la desigualdad como resultado.
Por ello confiesa Raymond Aron: He de añadir que la desigualdad de riquezas en la sociedad capitalista entraña ciertas consecuencias susceptibles de ser condenadas en cuanto tales. Ante todo la concentración de fortunas permite a una pequeña fracción de la población vivir sin trabajar. Es lícito protestar por una desigualdad que aparenta no serlo o que no está fundada sobre el trabajo, y que se acepte una desigualdad justificada, al menos en apariencia, por las funciones prestadas. En segundo lugar, un sistema de concentración de fortunas implica cierta transmisión de éstas y es justo pensar que la desigualdad a suprimir no es tanto la de los ingresos cuanto la desigualdad de punto de partida.
Ante esta confesión de uno de los mayores problemas del libre mercado, que queda reflejado en la imposibilidad de hablar de igualdades democráticas, cuando su base económica la niega en los hechos, era de esperar que nuestro autor dijera algo. Pero, una vez más, podemos comprobar las limitaciones de un liberalismo muy preocupado con la defensa formal de la igualdad jurídica, sin la crítica necesaria a una sociedad que no la posibilita en su práctica social.
Tal vez, por ello no muestra ser muy severo en su juicio sobre las desigualdades, el tono trasmite una especie de aceptación resignada de algo que no aprueba. Le queda sin embargo el consuelo de que en las sociedades más desarrolladas, sobre todo las nórdicas, corrigen esto por vía impositiva, con cargas progresivas. Está pensando, creo, en los países escandinavos, pero es evidente que no lo satisface ni lo deja tranquilo el tema. Esto nos permite leer con cierta indulgencia a un investigador preocupado por el tema de la desigualdad, pero que muestra con toda honestidad las limitaciones de un modo de plantearse este tema desde la fragmentación del orden social. Quiero decir, partiendo de la especialización y autonomía de las ciencias sociales, necesarias pero no absolutas, que se asume, no siempre conscientemente, la imposibilidad de encontrar soluciones desde los límites de esa especialidad.
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