Hay un consenso entre los pensadores liberales de unir el concepto de libertad y el de propiedad. Así, sólo sobre la propiedad individual es posible la libertad de las personas. Esto es compartido por la Doctrina Social de la Iglesia, pero con un agregado: se refiere a la propiedad necesaria para la defensa del trabajo individual, las herramientas y los elementos que posibiliten desarrollar su propio trabajo, así como los utensilios y enseres necesarios. Cuando esta propiedad se hace extensiva a inmuebles, máquinas, herramientas, etc., sólo encuentran justificación en la creación de puestos de trabajo para aquellos que no desarrollan una actividad independiente. Y agrega que en la relación que se establece se debe respetar la dignidad del trabajador como persona. El planteo abstracto que defiende la propiedad privada sin más, y la sacraliza, no es compartido por la Doctrina Social.
Juan Pablo II afirma en la Laborem exercens (1981): La propiedad, según la doctrina de la Iglesia, nunca se ha entendido de modo que pueda construir un motivo de conflicto social con el trabajo… La propiedad se adquiere ante todo mediante el trabajo, para que ella sirva al trabajo. Esto se refiere de modo especial a la propiedad de los medios de producción: considerarlos aisladamente como un conjunto de propiedades separadas, con el fin de contraponerlos al trabajo, en la forma de »capital», es contrario a la naturaleza misma de estos medios y de su posesión. Estos no pueden ser poseídos contra el trabajo, no pueden ser poseídos ni siquiera para poseer, porque el único título legítimo para su posesión es que (en forma de propiedad privada o pública) sirvan al trabajo… El reconocimiento de la justa posición del trabajo y del trabajador dentro del proceso productivo, exige varias adaptaciones en el ámbito del derecho mismo a la propiedad de los medios de producción.
La contraposición entre propiedad privada de los medios de producción, trabajo y libertad no es aceptada por la Doctrina Social. En este aspecto se coloca muy lejos del pensamiento liberal, dado que coloca todo el peso de sus afirmaciones en la defensa de la persona, por encima de cualquier otra consideración. De aquí podemos, entonces, analizar mejor las palabras del profesor de la Sorbona, Raymon Aron, al rechazar la posibilidad de eliminar, o al menos disminuir, las desigualdades que produce el sistema capitalista. De allí, ahora, debemos hacernos cargo de las contradicciones que la sociedad moderna establece entre la democracia y el capitalismo, como ya hemos visto en notas anteriores.
Estamos frente a un sistema como el capitalista que no puede eliminar las diferencias y, por el contrario, las incentiva y las acrecienta porque, como dice nuestro autor, por su naturaleza lleva en sí la desigualdad, dado que es conforme a la esencia de un régimen fundado sobre la actividad individual. La conclusión a la que arriba Aron es que el problema de la desigualdad no se puede zanjar por un sí o por un no, por bueno o por malo. Existe una desigualdad que es propiamente indispensable en todas las sociedades conocidas como incitación a la producción, existe una desigualdad que es, probablemente, necesaria como condición de la cultura a fin de asegurar a una minoría la posibilidad de consagrarse a actividades superiores, lo que no deja de ser cruel para quienes se encuentran del lado malo de la barrera. Finalmente, la desigualdad, aunque se trate de la propiedad, cabe ser considerada como la condición de un mínimo de independencia del individuo respecto de la colectividad.
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