Pasados los procesos militares América vuelve al encuentro con la democracia, o formas similares, democracias de baja intensidad, democracias formales, democracias fraudulentas algunas, democracias para el mercado otras, modos de hacer referencia a que la democracia no había recuperado lo que se consideraban sus valores esenciales. Los jóvenes que no habían vivido el terror de Estado, por haber sido muy niños o por haber nacidos en la década de los ochenta, se encontraron con un gran silencio respecto del pasado inmediato. Los mayores no hablaban de ello, en las escuelas no se estudiaba esa etapa, recién avanzados los noventa se comenzó a introducir estos temas en las aulas.
Las duras experiencias pasadas, el miedo de que vuelvan a darse cosas semejantes, la convicción de que lo mejor era ocuparse de sus propias vidas, dado que ocuparse en pensamiento y tareas que hicieran referencia a los problemas sociales había tenido un precio altísimo. Esas fueron las ideas y los valores que esos niños y jóvenes fueron incorporando a sus prácticas sociales, entendidas como el desarrollo de proyectos personales. El valor de la competencia suplantó a la solidaridad, el consumo se convirtió en un valor insustituible, el egoísmo mostraba la necesidad de asirse a la realidad material, el disfrute era la meta buscada y la felicidad se reducía a los pequeños momentos en los cuales los sentidos vibraban aturdidos en una frecuencia superior.
Aquellos valores que se presentan como aspiración y como crítica a los ya establecidos e institucionalizados (en la familia, la escuela, la iglesia o los partidos) fueron limitándose a cuestiones de orden individual. Se podía ser rebelde, esto no estaba del todo mal visto, pero en la medida en que su rebeldía atacara sólo temas superficiales y pasajeros: rebelde en el modo de vestir, de peinarse, de colocarse aros, pulseras o collares, etc. Valores personales de autonomía, creatividad, autenticidad, realización, fueron cediendo ante la invasión de los nuevos conceptos acerca de qué era la vida y cómo había que transitar por ella. Así la apariencia fue el ámbito de la mayor innovación, y el cultivo del espíritu fue sustituido por el cultivo del cuerpo, la belleza se redujo a responder a determinados estándares físicos lo cual fue igualando en dedicación a varones y mujeres.
Fueron quedando atrás valores colectivos de contestación, crítica al poder, contracultura, nuevas solidaridades, no violencia, que hacían de los jóvenes los portadores sociales de esos valores encarnados en actitudes que llevaban a renovarlo todo. La idea de lograr en todas partes una nueva izquierda, una nueva iglesia, una nueva pedagogía, un nuevo mundo, un nuevo modelo de pareja… toda aquella gran eclosión que afectaba a gente muy diversa, pero que tomaba como referencia a los jóvenes quedó como uno más de los sueños locos irrealizables.
En una rápida ráfaga de transmutación de valores se había identificado lo que es bueno con lo que es nuevo. Éste con lo que es joven. Y, de ese modo, los jóvenes habían pasado a encarnar el bien social, entendido como cambio social. No nos debe sorprender que se acabara planteando que los jóvenes eran una nueva clase y los nuevos sujetos revolucionarios, pero sólo de las costumbres. Este endiosamiento de los jóvenes, al final vaciado de contenido, nos precipitó ante una juventud que deja de ser un lugar de paso y empieza a ser un punto de llegada o un referente último. Estos jóvenes transformados por arte de las técnicas del marketing y la publicidad, son el futuro y nos muestran el futuro. Lo que la sociedad llegará a ser ya lo tenemos ante nuestros ojos, en los jóvenes.
Pero, los mayores, adultos, maduros y responsables, vimos venir todo esto y callamos, miramos para otra parte o no nos dimos cuenta de lo que nos estaban preparando. Los jóvenes fueron las víctimas.
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