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De procesados sin condena a condenados sin proceso
Categoría: Opinión

El sistema de flagrancia recientemente aprobado por ley en la Legislatura provincial se inscribe en el contexto de los debates públicos alrededor de las políticas de seguridad. Fue promocionado por el gobierno provincial como una herramienta que garantizar la celeridad del proceso judicial, la mejora de las condiciones de los detenidos y la seguridad de la población.
De acuerdo a lo previsto en el Código Procesal Penal, se considera que hay flagrancia cuando el autor de un hecho delictivo es sorprendido al momento de cometerlo o inmediatamente después. También cuando es perseguido por la fuerza pública, la víctima o un testigo del hecho. O bien cuando tiene objetos o presenta rastros que hacen presumir que acaba de participar de un delito.
La ley de flagrancia establece una dinámica de plena oralización del proceso y plantea plazos perentorios para su conclusión: la autoridad judicial deberá completar todo el proceso hasta la sentencia en un plazo que no debería superar los cuatro meses. Este procedimiento se puede aplicar a cualquier delito doloso cuya pena máxima no exceda los quince años de prisión o reclusión.
Es preciso detenerse y analizar las consecuencias institucionales de la implementación de la flagrancia en el marco del sistema penal provincial, signado por la debilidad de la defensa pública y el protagonismo del personal policial en la instrucción de las causas. En este contexto la puesta en marcha de la nueva ley terminará degradando los preceptos constitucionales básicos que deben preservarse a través del proceso penal, específicamente las garantías del debido proceso y la defensa en juicio. Es cierto que un porcentaje mayoritario de las personas privadas de su libertad no tienen condena firme (73% de los hombres y 86% de las mujeres en 2007) y que los detenidos pasan años esperando una condena. Se afirma que con la flagrancia la ecuación puede comenzar a revertirse. Con un alto costo: de procesados sin condena pasaremos a tener condenados sin proceso.
La ley de flagrancia ataca la defensa en juicio y el debido proceso, profundizando así el camino abierto por el juicio abreviado y el juicio directísimo. En su esencia y funcionamiento es una figura procesal que se hermana con estas últimas.
Un juicio rápido pero sin respeto a las garantías no sirve al estado de derecho. La experiencia indica que los medios acelerados de enjuiciamiento son también medios acelerados para la degradación del proceso penal. La garantía que representa el debate oral, con las características de publicidad, inmediatez y concentración, es violentada por estos procedimientos que no constituyen un juicio en el sentido constitucional del artículo 18.
Claramente la ley fomenta los acuerdos alternativos al juicio, tratando de evitarlo y reconociendo en ello un beneficio para la celeridad de otras causas.
Por otro lado, se limita la producción de prueba y se da un lugar preponderante a la confesión del acusado que no se concibe como un acto de defensa sino como medio de prueba. Es decir que en el proceso adquiere centralidad la admisión de culpabilidad y es desplazada la actividad probatoria.
La confesión, como en la época medieval, puede volver a ocupar el lugar de la probatio probatissima. Debemos comenzar entonces por un señalamiento básico: servirse de la confesión para condenar a una persona, es impropio de la ética de un estado de derecho. La declaración del imputado es un acto de defensa, no de prueba. El sostén de la confesión como medio central de prueba debe erradicarse. Mediante la confesión no pueden acreditarse los hechos, sobre todo aquellos que perjudican al imputado. El juez debe arribar a su libre convicción a partir de evidencia extrínseca. En cualquier contraposición entre individuo y estado, el libre ejercicio de la voluntad del acusado es ilusorio. Por ello, la condena del imputado no puede basarse en su autoincriminación.
En la práctica cotidiana de los juicios abreviados o directísimos, la confesión ha funcionado como medio de prueba y los procesos terminan asumiendo la forma de una extorsión. Los detenidos aceptan y reconocen la culpabilidad de hechos que no cometieron si esto les permite tener, al menos, un horizonte de libertad más preciso.
Debe considerarse además que en el sistema penal de la provincia el 95% de los casos son asistidos por la Defensa Pública. Se ha señalado recurrentemente que la defensa está desbordada, con deficiencias estructurales de recursos frente a los Fiscales contra quienes litigan y que no tiene independencia funcional de la Procuración. Los defensores, en un altísimo porcentaje de casos, sólo cumplen con la asistencia mínima, no conocen las causas, no proponen prueba alguna y tienen un contacto mínimo con sus defendidos. Esta situación parece ser consagrada por la letra de la ley de la flagrancia que permite que en la declaración indagatoria el acusado sea acompañado por un letrado de la defensoría, eximiendo de participar de ella al defensor oficial. En este contexto de debilidad estructural de la defensa pública, puede ocurrir que ni siquiera el defensor ponga en cuestión la confesión del acusado.
Otro aspecto preocupante de la implementación de la flagrancia está ligado a la producción de prueba y el rol de la policía. La manipulación de prueba o lo que se denomina el “armado de causas”, es una práctica que reviste gravedad en la provincia de Buenos Aires. A pesar de los límites claros a las facultades policiales que se establecieron legalmente, la fuerza continúa instruyendo las causas, tomando decisiones que son refrendadas por los fiscales sin ningún control y que claramente violan la garantía del debido proceso. En la medida en que la instrucción judicial continúe en manos de la policía y que no se implemente un cuerpo de investigadores o policía judicial totalmente separado de la fuerza de seguridad, la aplicación de la flagrancia, lejos de limitar estas prácticas, tenderá a incrementarlas.
Implementada con el contexto hasta aquí descrito, la flagrancia parece ser una herramienta destinada a profundizar el rumbo de una política criminal que en la provincia de Buenos Aires tiende a cristalizar y profundizar la exclusión de los sectores más vulnerables.
Para comenzar a dar respuestas a las graves falencias de nuestro sistema penal, a la hora de garantizar la igualdad en el acceso a la justicia, es preciso instalar otra agenda. Fiscalías especializadas para investigar el delito complejo o de “guante blanco”. Independencia y jerarquización de la defensa pública. Nuevos mecanismos para el nombramiento de magistrados, de modo que los procesos de selección sean transparentes y abiertos al control de la sociedad civil. Este podría ser el comienzo de otra discusión.
Las demandas de seguridad de la población no se resuelven con medidas legislativas que propicien juzgar más rápido a los más pobres, en desmedro de garantías básicas. La degradación del proceso penal nos degrada como sociedad.

Nota: El dr. Hugo Cañón es co-presidente de la Comisión Provincial por la Memoria. El artículo fue publicado en Revista Puentes Nº 23.

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2008-05-23 00:00:00
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