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Walsh, antes de Walsh
Categoría: Interés general

Antes de convertirse en el paradigma de periodista de investigación, militante político e intelectual comprometido, Rodolfo Walsh visitó la zona para retratar los enfrentamientos bélicos entre la Aviación Naval y el Ejército durante la Revolución del ’55 que derrocó a Juan D. Perón.
Saavedra y la muerte del mejor amigo de su hermano marino. Walsh, antes de la Operación Masacre que cambió su vida. Un viaje fascinante en el tiempo, el lado desconocido del excepcional periodista.

Otra vez es setiembre y casi primavera. Como en la historia de Capote, una leve brisa azota el campo donde se yergue el monolito, con su hélice Grumman y sus piedras serranas, contando una historia. Es un homenaje a tres aviadores navales muertos en 1955, cuando durante los combates que determinaron la caída de Perón, un certero disparo de las tropas leales del Ejército derribó el aparato bautizado con la nomenclatura “2- 0- 12” en que viajaban el Capitán Estivariz, el Teniente Irigoin y el Suboficial Rodríguez.
Este lugar se ubica a la vera del acceso a la localidad bonaerense de Saavedra desde la Ruta Nacional 33 que une Bahía Blanca y Rosario. El pueblo ya no es ferroviario como en aquel 1955, sino que se adaptó dolorosamente a los tiempos. Sin dejar de ser el bastión peronista del partido homónimo, su fisonomía pasó a ser tumbera. Desde 2003, el precario modus vivendi de la localidad se constituye a partir del empleo público que genera la Unidad Penitenciaria 19.
Saliendo del pueblo, a mano izquierda sobre su acceso y a unos tres kilómetros del empalme con la Ruta, se desprende un camino custodiado por una guardia nutrida de álamos fieles, que ocultan a medias la despedida del sol primaveral y le dan a la tarde una tonalidad más anaranjada aún. Ese camino conduce al cementerio local, luego de pasar por un parque frondoso que rinde homenaje con su nombre a la especie de árboles que pueblan el lugar. A la derecha y a la misma altura, se encuentra otra senda, que conduce al monolito edificado en el lugar donde Estivariz, Irigoin y Rodríguez hallaron la muerte. Fue ése el más grave de los hechos ocurridos en el marco de los enfrentamientos en nuestra comarca, donde la aviación naval resistió la llegada, a norte y sur, de batallones leales del Ejército.
En ese espacio sucedió además un hecho curioso, una visita hoy olvidada y entonces apenas comentada, que hace a una interesante crónica sobre aquel momento nacional y añade un dato en gran medida desconocido sobre la historia argentina al análisis de la literatura del país.
Repasar el hecho servirá para conocer mejor a un personaje sobre el cual muchos creen poseer un conocimiento inmejorable. El cuadro hablará sobre la proverbial coherencia de nuestro hombre, que en sus días de niñez en Choele- Choel había soñado con ser un aviador como los personajes cuyas horas finales relataría andando el tiempo.

Cuando Walsh estuvo en Saavedra
Rodolfo Walsh retrató en dos oportunidades los hechos acaecidos en la zona cercana a la Base Espora y el cordón serrano que cruza los distritos de Tornquist, Coronel Pringles y Saavedra. En 1955, a poco de acontecidos los sucesos. Y un año más tarde, cuando el clima de triunfalismo imperante desde la entronización de la “Revolución Libertadora” urdió el primero de los homenajes anuales que se sucederían hasta el presente e inauguró el monolito alegórico. Por aquel entonces, claro, no era aún el Walsh que posteriormente se conocería. Pero al momento de salir impreso el segundo artículo de la serie (“Aquí cerraron sus ojos”, de octubre de 1956 en Leoplán), estaba por oír el comentario que cambió su vida profesional y política y gran parte del curso de la literatura mundial: “hay un fusilado que vive”, que lo llevó a auscultar el drama de los fusilamientos de José León Suárez y terminó de sellar su cambio de panorama respecto de la “Libertadora”.
En 1955 y ’56 era, todavía, un “antiperonista lonardista” que a regañadientes aceptaba la asunción de Aramburu y Rojas, a pocos meses del levantamiento de los últimos días del invierno del ’55. A diferencia de lo ocurrido para un año después, no hay registros que permitan establecer si Walsh visitó Saavedra ya en 1955 o sólo estuvo en Bahía Blanca, epicentro de las operaciones navales. Sí se sabe que pudo ver los restos del avión involucrado, a pocas horas del fatídico suceso.
¿Cómo (y por qué) llegó a Saavedra? Pues a cubrir la noticia que involucraba la muerte del mejor amigo de su hermano Carlos, que era aviador naval y llegó a comandar las bases de Punta Indio y Espora. Ese hombre era el capitán Estivariz, quien como se ha dicho se embarcó en el vuelo final junto al Teniente Irigoin y el suboficial Juan Rodríguez. Tres calles recuerdan hoy en Saavedra a los extintos aviadores, que aparecen retratados en la crónica walshiana como una suerte de contraste ante el triunfalismo de siempre. Curioso, los nombres de esas arterias no fueron cambiados por gobierno alguno. En cambio, la que recordaba a Lonardi lleva desde hace tres décadas la evocación nominal de un ex párroco del lugar.
“Ya desde que se construyó el monolito era lugar de reunión, por turnos –dice un lugareño-. Por la noche, o de madrugada, los peronistas iban a ensuciarlo, con barro y brea. De mañana, los otros también iban y limpiaban”.
El repaso por la historia marina que supone la apertura de los juicios por lo ocurrido en la ESMA y la inclusión de estas notas en la edición compilatoria de “El violento oficio de escribir” tornan oportuno volver sobre ellas. Nada es del todo pasado si no ha sido debidamente superado, en forma crítica y madura.

“2- 0- 12 no vuelve”
Así se titula la primera de las notas del binomio de escritos que Walsh dedicó a los aviadores y a Saavedra, el pueblo en cuyas afueras cayeron. Publicada en la revista Leoplán el 21 de diciembre de 1955, la crónica relata con precisión y en detalle los acontecimientos bélicos ocurridos en la región cercana al actual emplazamiento del monolito.
Fuerzas del Ejército, leales a Perón, y de la Aviación Naval se enfrentaron en diversos puntos de la comarca. Los bombardeos fueron frecuentes en aquellas jornadas, en que varias poblaciones se autoevaluaron.
Si uno recurre a los archivos del periódico saavedrense La Semana, la descripción walshiana de 1955 es exacta. Y refuta, así, la tradición oral que en los años subsiguientes suavizó los matices y pretendió instalar la idea de que la huída de los saavedrenses hacia los campos serranos se debió sólo a mera paranoia.
De igual manera, tanto los archivos del semanario local como las notas publicadas en Leoplán desmienten la leyenda urbana posterior, que indicaba que el aparato que comandaba Estivariz había sido derribado cuando ya se había determinado la rendición de las tropas leales. Según estas narraciones, el 2- 0- 12 resultó dañado cuando tras conocer la noticia de la finalización de las hostilidades habría querido saludar a las divisiones que hasta minutos antes combatiera. Y atribuían el hecho que determinó la suerte de los marinos a la demora con que la información del cese del fuego llegó a los soldados que se apostaban en cercanías del terreno en que ahora se ubica una pista de karting, a unos cuatro kilómetros en línea recta del lugar donde cayó el Grumman.
Walsh va más allá, y con el razonamiento lógico que lo caracterizaría por siempre, deduce que Estivariz ya estaba herido de gravedad al momento de caer, pues si no habría podido redireccionar el aparato para intentar un aterrizaje de emergencia sobre las extensas parcelas de campo desnudo que rodeaban al galpón de concreto donde impactó.
A pesar de la recíproca coincidencia entre lo informado por la prensa local y el escrito “2- 0- 12 no vuelve”, resulta curioso el hecho de que no se mencione en las páginas hoy amarillentas por el paso de más de medio siglo la llegada del periodista de Leoplán para cubrir los hechos.

Un año después
1956. Setiembre. Otra vez, y casi primavera. Como en aquel poema de un anónimo soldado de la Primera Guerra que Walsh recordó un año antes, cuando un avión lo llevaba nuevamente hacia la Capital Federal, luego de haber visto “los hierros monstruosamente retorcidos y quemados del 2- 0- 12”.
En ese primer aniversario, Saavedra inauguró un monolito en homenaje a los tres muertos en las jornadas del ’55. Aunque se esperaba la asistencia del propio Isaac Rojas, el pueblo debió conformarse con recibir al aeroplano que traía al contraalmirante Rial.
Walsh retoma entonces la narración de la historia, produciendo la que sería su primera serie de notas temáticas. Esta vez, se centra específicamente y espacialmente en Saavedra. Narra todo lo allí ocurrido, bombardeos incluidos, y reproduce el testimonio del vecino Carlos Mey, la persona que retiró los cuerpos del lugar y se constituyó en el presidente de la Comisión de Homenaje a los Aviadores Navales caídos en Saavedra.
“Señores: aquí cayeron vuestros hermanos, vuestros hijos, vuestros maridos, nuestros amigos; cayeron por la causa del bien, aunque la honra que ellos desearon es tan sólo correcta norma de conducta; permítannos ellos eternizarlos en el mundo con el monumento sencillo que aquí, en Saavedra, hará perdurar nuestro sentir más allá del hoy, cuando el bosque cubra la llanura, cuando el mar invada el continente y cuando ya no haya vida en este universo de Dios”, dijo ese día de vísperas de primavera Carlos Mey.

Estivariz
Buena parte del primer artículo del binomio –y quizá su mejor parte-, es dedicada a elaborar una semblanza del capitán Eduardo Estivariz. Como se ha dicho, éste era el mejor amigo de Carlos “Charles” Walsh, hermano del periodista. Pero su biografía no debe terminar allí ahora que han pasado los años y se nos hace más presente el horror de lo escuchado en las salas de la megacausa ESMA o el recuerdo que despierta la Operación Masacre, escrito pocos meses después de las muertes de los tripulantes. Bueno es, siempre, conocer o revisar los precedentes de una época crucial, con todos sus claroscuros.
En la nota, Walsh repasa la foja de servicios de Estivariz y da lugar a los testimonios de quienes compartieron con él momentos de su vida activa. Es, y este dato vale, el oficial de más alto rango muerto en combate durante los enfrentamientos de setiembre. Antes, se destacó en la Escuela Naval y en una formación que incluyó especializaciones en Estados Unidos y Canadá. Tras protagonizar otros sucesos dignos de mención, como el primer vuelo en helicóptero a Ushuaia, se sumará al movimiento cívico militar que tenía como objetivo derrocar al gobierno constitucional de Juan D. Perón.
Resulta interesante conocer un detalle curioso. Al momento de morir en la alameda de Saavedra, Estivariz se encontraba oficialmente separado de su mando y a disponibilidad, tras haberse negado a entregar los timones y suspender los vuelos, el 16 de setiembre. Nadie muere en las vísperas.
En la primera de sus notas sobre el tema, Walsh se revela ya como un maestro en la detección de los claroscuros de las historias que narraba. Así, se centra en la figura del suboficial Juan Rodríguez. Proveniente del interior del país, se sospechaba en él la filiación peronista. La oficialidad no estaba segura de su fidelidad al mando de su capitán. Se lo transmitieron al propio Estivariz.
“- A mí -respondió con simplicidad ejemplar- me seguirá.
No era una jactancia. No era un homenaje a sí mismo. Era un homenaje al hombre leal y sencillo que, literalmente, lo siguió hasta la muerte. Que más allá no puede acaso un hombre seguir a su jefe”, relata Walsh.
Hoy, los tres protagonistas perviven en la cartelería municipal, error mediante. “Estivaris”, dice el recuerdo histórico. Cerca se encuentra otro, de sus camaradas de 1977. En esos tiempos la aviación naval dedicaba sus noches a sostener las prácticas iniciadas sobre Plaza de Mayo en 1955: tirar al Río de la Plata a prisioneros inermes, ilegalmente detenidos. El 25 de marzo de ese año, una patota de la Escuela Superior de Mecánica de la Armada asesinaba a Rodolfo Walsh, el periodista que narró la historia de la llanura bonaerense. El capitán Estivariz, el teniente Irigoin y el suboficial Juan Rodríguez llevaban veintidós años muertos. Carlos Walsh, el hombre que lo llevó hasta Saavedra, se negó a realizar el recurso de hábeas corpus por su hermano, alegando la inutilidad de cualquier trámite al respecto. A Rodolfo, desde entonces paradigma de periodista y militante, el violento oficio de escribir lo llevó por otros rumbos.
 Unos meses después, escuchó un comentario impactante y comenzó a escribir la que sería su obra cumbre, a partir de un hecho aberrante de nuestra historia. Su fidelidad a la profesión periodística le permitió una mayor claridad política, que no se negó a ver. El fusilado que vive, la Operación Masacre, el Caso Satanowsky y el asesinato de Rosendo García fueron estaciones de esa evolución, que concluyó con la última Carta Abierta.
Contracara de la Armada que parcialmente retrató en 1955 y ’56, demostró que afortunadamente, en ese país, no todo cambia para peor.

Siempre vuelve
Hay un dato que viene a completar lo narrado en estas líneas especialmente en cuanto a los días finales de Walsh y el cambio en él operado desde la escritura de aquellos textos de mediados de los ’50.
En principio, cabría agregar que “2- 0- 12 No vuelve” y su correlato (titulado “Aquí cerraron sus ojos”) tienen un complemento en una serie de notas publicadas a partir de agosto de 1967, en que su autor se propone “narrar” la historia de la Revolución de setiembre vista desde el bando de los vencidos”. Su elaboración comenzó apenas firmado el último artículo de la investigación por entregas conocida como Operación Masacre. El libro póstumo El violento oficio de escribir también la incluye, calificándola como “contrapartida de aquel artículo elegíaco”.
En eso estaba Walsh al momento de su muerte. En el escrito que su compañera Lilia Ferreyra elevó a la Cámara Federal en mayo de 1997 para exigir la restitución del cuerpo de su pareja, se incluía una lista de textos en los que el escritor y periodista se encontraba trabajando al producirse su asesinato, el 25 de marzo de 1977.
Entre los títulos que la nómina menciona, se encuentra “El aviador y la bomba”. Se trata de un cuento inconcluso, referido a uno de los aviadores que participaron de los bombardeos de 1955 a la inerme Plaza de Mayo. Aunque siempre lo negó, se atribuye a Carlos Walsh la actuación en aquella jornada oscura al mando de uno de los aparatos trazadores que guiaron a los bombarderos.
Anexo al borrador del cuento se encontraba una copia de la nota de 1955, “2- 0- 12 No vuelve”.

Violento y santo oficio
En su infancia rionegrina, Rodolfo Walsh soñó con la vocación de aviador. “Por una de esas confusiones, el que la cumplió fue mi hermano”, dicen sus confesiones autobiográficas.
La recopilación de los textos periodísticos de Walsh, que realizó Daniel Link con colaboración de Rogelio García Lupo y Patricia Walsh, fue titulada a partir de una frase extraída de esas mismas fuentes en que el periodista elegía, entre todos los oficios posibles o soñados y los muchos que desempeñó, “el violento oficio de escribir”.
La antología comienza con una evocación de Walsh al cronista y cuentista norteamericano Ambrose Bierce, que ya septuagenario partió rumbo a México con la intención de atestiguar lo ocurrido en torno a la revolución zapatista.
Los registros de la estadía de Bierce en México se pierden en 1914, momento desde el cual permanece desaparecido.
Como un círculo que se cierra, el citado volumen compilatorio concluye con la Carta Abierta a la Junta Militar que acompañó la desaparición del propio Walsh, cumpliendo con el violento oficio de “dar testimonio en los momentos difíciles” y emulando así en parte al autor de extraordinarios y casi desconocidos relatos como “El puente sobre el río del búho”, entre otros.

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2011-01-19 00:00:00
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