El 30 de agosto se cumplieron 150 años de la inauguración del ferrocarril en Argentina. El aniversario se produce en el marco de la más grande crisis del transporte ferroviario en toda su historia. El estallido del hartazgo y la bronca en los recientes episodios ocurridos en la estación Constitución, sumado al antecedente cercano de la destrucción de la estación Haedo y decenas de episodios de menor intensidad mediática, no hacen más que poner de relieve la profundidad de la crisis, que comprende, además del pésimo servicio en el ámbito metropolitano, el desmantelamiento de la red en el interior del país, con un costo social y económico incalculable.
Es el resultado visible de un modelo perverso, operado por concesionarios que reciben millonarios subsidios al tiempo que el Estado debe hacerse cargo del mantenimiento de las vías. Sólo en los últimos cuatro años se entregaron más de 3.500 millones de pesos en subsidios.
Esta crisis ferroviaria viene de lejos. Desde 1958 -cuando se intentó poner en marcha el Plan Larkin- comienza en la Argentina una suerte de boicot general contra el ferrocarril, para favorecer un modelo ligado con el transporte automotor. Mientras los países centrales desarrollaban su sistema ferroviario bajo el concepto de complementariedad, aquí instalaron en la cabeza de la gente que había que ser competitivo, que el tren debía competir con el transporte automotor.
En la década de los 90 se concretó la destrucción de los ferrocarriles. Resistimos durante 40 años, y lo seguimos haciendo, pero hay que reconocer que lograron el objetivo: desguazaron el sistema ferroviario, entregaron sus partes a precio vil, y dejaron 85.000 trabajadores en la calle, en un proceso monitoreado por el Banco Mundial, al igual que todo el transporte de América latina. Así, el ferrocarril dejó de ser un servicio público para convertirse en un servicio privado con fines de lucro.
En aras del negocio se abandonaron las más elementales normas de seguridad. La tendencia creciente de la cantidad de accidentes, tanto en trenes de pasajeros como de carga, es muy preocupante. Venimos denunciando en los últimos años la posibilidad, cada vez más cercana, de que ocurra un Cromañón ferroviario. Si bien los concesionarios reciben subsidios para atender esta cuestión, no cumplen con las obras mínimas. El mantenimiento que se hacía en los ferrocarriles bajo gestión estatal no se hace más. Los trenes entraban a la noche a los talleres y eran revisados a diario. Desde hace mucho tiempo eso no sucede, y ya se registraron numerosos episodios de descarrilamientos, frenados y señales que no funcionan. En varias oportunidades, sólo se evitaron colisiones que hubieran resultado gravísimas, gracias al coraje y la pericia de los trabajadores, que advirtieron el peligro a tiempo y lograron resolver la situación.
El desmantelamiento ferroviario en el interior del país, tanto de los servicios de larga distancia como los locales, dejó como consecuencia visible aproximadamente 800 pueblos fantasmas, deshabitados, donde no queda nada. La desestructuración del país, el perjuicio a las economías regionales, la incomunicación, forman parte de esta catástrofe social, imposible de medir en términos económicos, aunque me pregunto: ¿cuánto costó construir cada uno de esos pueblos?
La industria ferroviaria independiente fue otra de las víctimas del desguace. Se cerraron plantas como Forja Argentina, donde se elaboraban llantas y ejes, la fábrica de locomotoras en Liniers, y hasta María Julia Alsogaray se dio el lujo de cerrar el tren laminador de rieles de Somisa.
El cambio implementado por el Gobierno Nacional después de los sucesos de Constitución -desplazamiento de Metropolitano y Sergio Taselli, y creación de dos empresas para supervisar el sistema- apuntan a una mala imitación del modelo español. En España, en primer término, los ferrocarriles son del Estado. Además, se inicia una política de Estado en tiempos de Felipe González, por la cual se unifica la trocha, se rediseña la red y se montan trenes de alta velocidad. Llegó José María Aznar y la continuó, y ahora también la mantiene José Luis Rodríguez Zapatero. Los españoles dividieron a la empresa Renfe en dos, lo que se estaría imitando en Argentina, una empresa para infraestructura, otra para lo operativo, pero siempre en manos del Estado, bajo su control. Y no es España una excepción en el contexto de los países capitalistas centrales, todos cuentan con ferrocarriles estatales, monopólicos, eficientes, seguros y confortables, con políticas de permanente expansión y desarrollo.
El transporte argentino en general está en crisis, el ferrocarril en particular se encuentra en colapso. Nosotros queremos recuperarlo, en honor al rol histórico jugado por los trenes como integradores de las economías regionales a lo largo de casi toda la geografía argentina, llevando comunicación, servicios, y hasta salud y agua potable a miles de localidades. Estamos convencidos de que es una causa nacional que nuestros Ferrocarriles Argentinos vuelvan a ser una herramienta para el crecimiento y desarrollo del país. Pero para eso, deben ser reconstruidos de acuerdo con las verdaderas necesidades nacionales.
Fuente: www.acciondigital.com.ar
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