Mitín ácrata en el Museo del Puerto
Masiva concurrencia
Fue el sábado una jornada de intensa agitación en el Museo del Puerto de
Ing. White. Alrededor de las 5 P. M., las instalaciones del museo
resultaron colmadas por una multitud que, según cálculos estimados,
rondaba las 160 personas, entre adultos, jóvenes y niños ávidos de
compartir con alegría una velada en pos del Ideal.
Los asistentes fueron recibidos con café negro en vasos rojos y facturas
elaboradas por el gremio panadero, formado al calor de las ideas y las
prácticas libertarias. Los tradicionales enemigos de los anarquistas, la
policía y el clero, fueron deglutidos con placer en forma de vigilantes,
bolas de fraile y cañoncitos.
A las cinco y media, tomó la palabra en primer lugar el señor Raimondi,
quien, luego de ofrecer una calurosa bienvenida a los presentes, inquietó
los espíritus con un cuestionamiento de la eficacia de las efemérides y de
las incapacidades actuales para dar cuenta de la experiencia anarquista.
Inscribiendo la huelga de 1907 en una combativa tradición que se extiende
antes y después de ellas, presentó luego el joven Campetella el sobre
Anarco-White, que reúne una serie de panfletos y noticias que dan cuenta
del poderoso “fermento anárquico” que, según el periódico de mayor tirada
de la ciudad, continuaba asolando el puerto de Ingeniero White en 1929.
A continuación, y atendiendo a la multiplicidad de prácticas que para los
anarquistas eran pertinentes en la lucha por la Libertad, Hugo Ledesma
prestó su intensa voz a la lectura de un poema del estibador entrerriano
Ángel Borda, titulado “Hoy he insultado al capataz”. Cerraron la velada
Carlos Pohle y Sebastián Andrés, quienes acompañados por la guitarra de
Nicolás Fernández Vicente entonaron fervorosamente dos canciones ácratas
ampliamente celebradas por toda la concurrencia: “Inno individualista” y
“Mano allá bomba”.
Palabras de Sergio Raimondi
No se puede minimizar el valor y la necesidad de recuperar ciertos
contenidos políticos, tal el caso del movimiento anarquista, para contar y
hacer la historia de Bahía Blanca. Pero tampoco habría que minimizar la
forma de contar y hacer esa historia; en primer lugar porque esa forma
también implica un contenido político que hay que saber relevar.
En este sentido -teniendo en cuenta tanto la presentación de ayer del libro
de Federico, como esta de hoy desde el Museo del Puerto-, quisiera hacer
algunas consideraciones sobre la forma de las efemérides, y señalar los
peligros en el uso de esa forma, tanto en términos generales como, en
particular, con respecto a esta huelga de 1907.
El primer riesgo consiste en que la forma de las efemérides concentra el
trabajo de la memoria histórica, lo reduce, lo focaliza; brinda comodidad
para hacer ese trabajo, al que reduce a una jornada, o dos; funciona como
un ritual, más o menos colectivo, que una vez consumado suele volver a
devolver la conciencia a un estado rutinario de desatención.
Al mismo tiempo, las efemérides presuponen una concentración, una
reducción, una focalización extrema, ya no sólo del trabajo histórico, sino
del objeto mismo que se pretende evocar: la percepción misma de los hechos
evocados queda desarticulada de una intencionalidad, de una tendencia y la
conformación de una experiencia que los excede.
En el caso específico de la huelga de 1907, esa reducción doble suele
operar al punto de que el recuerdo de esos hechos se vuelve, una y otra
vez, el comentario inevitablemente trágico de un aviso fúnebre: énfasis en
los obreros que murieron, en la violencia de aquella represión, en la
figura maldita de Astorga, etc., etc., etc. Y si bien es cierto que olvidar
esa violencia objetiva no es por supuesto conveniente, también es cierto
que mantenerse en ese exacto recuerdo (del que los obreros emergen
básicamente como víctimas, y no como productores de sus propias vidas, de
sus propios discursos, de sus propias imágenes, que es lo que fueron), es
políticamente ineficaz.
Es por estas razones que, desde el Museo del Puerto, decidimos expropiar la
efeméride de la huelga de 1907 menos para dar cuenta de esos hechos en
forma puntual, que para recuperar la tradición larga y compleja de la que
esa huelga fue parte y a la que sobre todo dotó de experiencia.
Quisimos recuperar, por ejemplo, el relato previo a esa huelga, que incluye
por supuesto la mediación de Gori en el conflicto con el F.C.S. en 1901, la
construcción de la Casa del Pueblo, donde funcionara durante años una
escuela nocturna para obreros de la F.O.R.A. (conocida por acá como la
“Escuela de la Vizcacha”), o inclusive la creación tal como consigna una
publicación anarquista de Buenos Aires del “Círculo de Estudios Sociales
‘Libres Pensadores’” en 1899.
Aún con mayor énfasis se trató de reponer la gran actividad posterior a
aquella huelga: por ejemplo, la enorme actividad desplegada en los meses
finales de 1929, cuando se estaba construyendo la plataforma de hormigón
sobre el que iría a emplazarse el complejo de elevadores de granos más
grande de América del Sud. Una lectura de los periódicos locales de esa
época muestra cómo en Ingeniero White se sucedían las huelgas, las bombas,
los panfletos, los mitines, las asambleas, los atentados, al punto de que
La Nueva Provincia, con gran alarma, indicaba que el puerto era “foco del
fermento anárquico”.
Inclusive a sólo diez años de la huelga, en 1917, el periódico La Protesta,
tras enumerar las actividades realizadas en Ingeniero White, saludó a la
Sociedad de Obreros Portuarios de Ing. White como ¡“el baluarte más potente
contra la explotación capitalista en la zona sud de la república”!
Sin duda, cuando se recupera esa conciencia agitada que se desplegó en la
década del ’10, en la del ’20, e inclusive en la del ’30, lo que se debe
distinguir es cómo el movimiento anarquista logró transformar aquella
derrota de 1907 en potencia de nuevas estrategias y nuevos lenguajes, en
cómo hizo de un aviso fúnebre una experiencia vital, de lucha.
Y ése es el punto: es más fácil operar meramente con el recuerdo de la
derrota que operar con esa capacidad creadora de los anarquistas, porque
decidir trabajar con la memoria vital de esa experiencia implica
necesariamente dar cuenta de una capacidad propia de lenguaje y
transformación. Y es probable, ¿no?, que no contemos con ella.
Estos anarquistas, aún en sus diferencias, sabían (mejor: fueron
aprendiendo) cómo armar una huelga, y simultáneamente sabían cómo redactar,
diseñar e imprimir un panfleto de un día para el otro; sabían cómo
organizar un boicot y simultáneamente cómo organizar una jornada teatral, o
una biblioteca (y sabían, por supuesto, que una imprenta era un arma);
sabían cómo construir una bomba eficaz, y sabían cómo construir un poema
que fuera también eficaz en su sentido de propaganda, o una canción eficaz
en su capacidad de canalizar el fervor colectivo.
O sea: pretender hacer memoria de esa variedad de saberes, de esa capacidad
múltiple de trabajo, implicará sin duda enfrentarse a las muchísimas
debilidades presentes. Porque a grandes rasgos, a amplísimos y básicos
rasgos, los protagonistas de aquellos sucesos de 1907 son los mismos:
capital y trabajo. Pero hay que tener mucho cuidado con operar con esos
conceptos al margen de la materialidad que les otorga su historia. Porque
el capital aprende, ha vivido aprendiendo, aprende continuamente; de este
lado no sé.
Allá sobre la mesa hay una serie de facturas: vigilantes, bolas de fraile,
cañoncitos y bombas. Se sabe que el primer gremio anarquista en la
Argentina fue el de panaderos. Se entenderá entonces que aquella mesa es,
exactamente, una plataforma política. Los anarquistas señalaron, desde los
contornos y la designación de esas facturas, a sus antagonistas:
representaron a la policía a través de su arma de disuasión, no
precisamente discursiva, el garrote; representaron a la Iglesia a través de
una alusión, no demasiado sutil, al carácter ocioso de la clase
eclesiástica; representaron a los militares a través del arma legendaria,
aunque llenándola de dulce de leche. También por supuesto dieron cuenta,
con las bombas, de sí mismos.
Pero además de la persistencia clandestina de la Idea, en esas facturas hay
que leer la voluntad y la capacidad anarquista para hacer de lo político
una densidad que actúa en todos los niveles de la vida. Como nos dijo
Atilio Miglianelli, un vecino de Ing. White, una de estas mañanas en que
estábamos trabajando en los panfletos que hoy presentamos: “Los anarquistas
nos enseñaron la cultura de la emancipación”. Hay ahí una idea de cultura
que no es por supuesto la de espectáculos, sino la de herramienta, la de
útiles para una formación crítica.
Recordar la huelga de 1907 debería entonces implicar también recuperar en
cierta forma esta concepción de lo político como densidad omnipresente. La
política como una vitalidad que exigirá crear lenguajes y estrategias que
permitan mantener la eficacia de ese recuerdo, que permitan darle valor de
uso político a esas experiencias.
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