La prensa escrita es una rara sobrevivencia de épocas en que la aceleración
del tiempo histórico, las convulsiones sociales y la emergencia de masas
reclamaban formas de comunicación y control signadas por el consumo privado
y el alcance colectivo.
Si bien las revoluciones tecnológicas han raleado su pregnancia
cuantitativa, redoblaron el prestigio simbólico de la palabra escrita: cada
vez menos leídos, diarios y revistas en soporte papel siguen signando la
cotidianeidad, imponiendo su lógica discursiva sobre los demás medios de
carácter audiovisual. Es sabido que los grandes textos que hicieron
historia no pocas veces circularon en soportes ínfimos o con formatos
menores, que por el concurso de las circunstancias devinieron eficaces en
su acción directa. Pensemos en las octavillas que repartían conspiradores y
curas rojos en la Francia insurrecta a lo largo del siglo diecinueve, en
los periódicos murales que hacían de las paredes el ámbito de detención del
transeúnte llamando al ojo para revertir el espíritu en la Rusia de Lenin,
o en los afiches adheridos con engrudo durante las jornadas de combate
popular ya por la tradición de izquierdas como en las asonadas
yrigoyenistas o en la insurgencia peronista, como un anticipo de la
revolución cultural china con sus estilizados Dazebaos; infinidad de
revistas, periódicos clandestinos, fanzines, hojas mimeografiadas, hacen de
la tradición de la prensa alternativa una instancia constitutiva de la
democracia. Labor a veces artesanal, incluso secreta, que suele
invisibilizarse durante las épocas de relativa tranquilidad institucional,
pero que bajo los yugos sombríos del autoritarismo adquieren una relevancia
fundamental. Quiero decir: otro sería el destino de la humanidad si no
hubiera habido alguien, en los puntos ciegos donde el drama amenaza con la
extinción de todo vestigio de humanidad, que apelara al espíritu
comunitario y tratase de comunicarse con sus acaso imposibles pero
esperanzados pares. Donde hay un papel escrito llamando a un lector,
circulando de mano en mano en las calles, aún no está todo perdido. Eso sí:
hace falta esa vieja y casi siempre olvidada costumbre del periodismo
histórico, hoy casi imperceptible: la ética, los valores. Es decir, los
clásicos modelos de comunicación donde la mezquindad, la especulación
parcial, la tergiversación, la mala fe, cuando no la crasa ignorancia, no
hallen su lugar. Creo que EcoDias, en sus 200 números, reúne estas
condiciones. Saludo su excepcionalidad con beneplácito.
Guillermo David
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