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El tuerto Cerri

Como a muchos -como a todos- a Daniel Cerri le tocó un revire del destino: el de aquellos que, convocados para una misión, llevados por los vaivenes de la historia acaban por comprometer sus esfuerzos en una faena impensada, acaso contraria a sus ansias primeras. Había nacido en Bérgamo en 1841, en el seno de una Italia convulsionada que buscaba la unidad nacional. Siendo un muchacho de 17 años, su pasión por la aventura lo trajo hasta Bahía Blanca un invierno en que, junto a Antonio Susini, jefe militar libertario que venía de participar en sucesivas revueltas fallidas, se plegó a la paradójica utopía de fundar una Nueva Roma en pleno páramo como retaguardia del Risorgimento. Era tarde. Silvino Olivieri, el comandante de la Legión Agrícola Militar, ya había sido ajusticiado en una noche de conspiración. Disuelta la colonia, la guarnición acabó por afincarse en la Fortaleza Protectora Argentina como guardia contra las incursiones indígenas que trataban de recuperar territorio perdido: el sueño mazziniano de la igualdad social quedaría en el recuerdo. Hombre integrado al Ejército en una etapa donde los intereses oligárquicos mandaban, a Cerri le tocará en suerte dirigir sus armas contra indios, paraguayos y montoneras federales. Es decir, contra aquellos sectores de las clases subalternas que en el ideario republicano encarnaban el sueño emancipador y que acabarían sufriendo, junto a buena parte de los inmigrantes, las violencias y rigores del Estado en formación. Hombre de su tiempo, Cerri hizo lo que tuvo que hacer: guerrero de gran valor y muy dado al arrojo personal, combatió en cuanta guerra, lícita o no, que le tocó en suerte, no sin ostentar heridas de extrema gravedad. La represión del malón del ‘59 que acabó en una pira de cadáveres de indios ardiendo en la plaza de Bahía Blanca, la Guerra del Paraguay, que diezmó la población autóctona de tres países considerados piezas menores en el ajedrez imperial, la represión a las montoneras de Felipe Varela, la persecución de Namuncurá, la llamada Conquista del Desierto, genocidio fundacional del Estado moderno, son algunos de los hitos de sus servicios en el Ejército. Afecto al orden, no se plegó a la sedición mitrista de 1874 y permaneció fiel a la Constitución. Idéntica posición adoptaría ante la revolución del ’90, en que reprimió con eficiencia el alzamiento popular, ganándose el generalato. En algún campo de batalla fue dado por muerto; en otro perdió un ojo, que suplantaba con una prótesis de vidrio. En Humaitá, una bala destrozó su mandíbula y quedó alojada en su lengua; los restos de unos molares partidos se exhiben en una vitrina lateral del Museo Histórico de Bahía Blanca junto al plomo paraguayo, que él mismo conservó como una reliquia. También le cupo el cargo de la Gobernación de Los Andes. En Bahía, como Comandante de Frontera, por orden de Alsina mandó a construir tres fortines a la vera del Sauce Chico para cerrar el paso a los arreos subrepticios; el actual Fortín Cuatreros, sede del Museo de la población que a partir del ‘43 llevaría su nombre es recuerdo de aquella política. En su retiro, el ya entonces General Cerri se abocaría a las letras, dejando espigados en La Tribuna de Roberto J. Payró sus recuerdos de la vida militar y una novela -la primera escrita en la ciudad- titulada Mercedes, de tema fortinero. Radicado en Buenos Aires, falleció el 4 de marzo de 1914. Alguna vez dio como respuesta a quien lo acusó de extranjería: “La sangre italiana que corría por mis venas la derramé íntegramente en los campos de batalla. Ahora no tengo sino sangre argentina pura”.

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2006-08-30 00:00:00
Etiquetas: Ría Revuelta.
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