La
justicia social y una distribución progresiva del ingreso hicieron crecer el
mercado y los puestos de trabajo. Los programas de ingresos y protección
asistencial contribuyen a sostener el nivel de actividad.
A finales de la década del ’80 el desempleo abierto -porcentaje de la Población
Económicamente Activa (PEA) que busca un trabajo y no lo encuentra- se ubicaba
en torno al 6 por ciento. Con la implementación de la Convertibilidad y las
políticas económicas neoliberales este guarismo se instaló por encima de los
dos dígitos. En 2002, luego de la implosión de ese esquema económico, el
desempleo abierto superó el 20 por ciento de la PEA. Junto con esa realidad,
por cierto preocupante, la década perdida también dejó como herencia a
población que pese a estar ocupada, deseaba o necesitaba trabajar más horas de
lo que conseguía. Esa parte de la sociedad es clasificada en la categoría
ocupacional “subocupación horaria demandante” que se mide a través de la
encuesta permanente de hogares. Dicho guarismo se aproximaba en esos años al 12
por ciento de la PEA. Al mismo tiempo, y por la profundidad de la crisis, un
conjunto importante de la población, pese a estar en condiciones de buscar
activamente un puesto de trabajo, había abandonado la búsqueda.
Los desempleados que abandonaron la búsqueda de trabajo llegaron a ser en esa
época el 5 por ciento de la PEA según estimaciones ya que la Encuesta
Permanente de Hogares (EPH) no incluye su registro. Es decir que después de más
de diez años de políticas neoliberales que pregonaban que el mercado
solucionaría todos los problemas de los argentinos, un 37 por ciento de la
población se encontraba en situación de desempleo abierto, subocupación
demandante o desempleo oculto. Pero esta fotografía de la estructura
ocupacional de la época no es suficiente para dar cuenta de la penosa realidad
a la que se había arribado. Entre lo que el Indec de la época medía como ocupación
plena, personas que en la semana de referencia trabajaron 35 horas o más, se
contabilizaba también al autoempleo precario urbano. Es decir aquellos
argentinos que desesperados por la grave situación de sus familias salían en
busca de cualquier changa para sobrevivir.
Para el mismo período una medición realizada por el CESS dio cuenta de que más
de un 45 por ciento del empleo en realidad se trataba de este tipo de
estrategia de sobrevivencia. En suma, a mediados del 2002 más del 74 por ciento
de las personas en condiciones de trabajar no podían hacerlo
satisfactoriamente. Luego de diez años de políticas pro mercado se estuvo cerca
de liquidarlo debido a que las familias desocupadas no consumen y las
subocupadas apenas lo hacen, al igual que quienes nutren las filas del
autoempleo de sobrevivencia. Para agravar el cuadro descrito, se deben añadir
los millones de argentinos que no se encontraban en condiciones de trabajar
(por edad o invalidez) y no podían acceder a una jubilación o pensión mínima.
A mediados de 2002, no era necesario el análisis de las estadísticas para
percibir la realidad descrita. Bastaba caminar por algunos barrios porteños
donde pululaban los clubes de trueque, o por otros del Conurbano Bonaerense
donde las ollas populares, y no el asado de los domingos, era el motivo de
reunión social. Un cuadro socioeconómico verdaderamente horroroso. Ciertamente
muy parecido al infierno como lo describió Néstor Kirchner. Una década más
tarde, la cobertura jubilatoria alcanza a más del 99 por ciento de la población
meta. Programas de ingresos y salud pública se generalizaron para la población
infantil. Nuevas Universidades y becas educativas dan cobertura a las
expectativas y proyectos de los jóvenes. Al mismo tiempo, se redujo a la mitad
la problemática en el mercado de trabajo. Es decir que, siguiendo la misma
metodología de cálculo presentada al inicio, en la actualidad solo el 38 por
ciento de los argentinos que quieren trabajar tienen algún problema como los
descritos. Con todo ello se logró que el mercado se duplique. Es decir que,
como señala el ministro de Economía, es la distribución de ingresos y la
justicia social lo que asegura más demanda y en consecuencia más mercado. No al
revés como pregonan en la “cadena del desánimo” diversos economistas ortodoxos.
Pero para pasar de la década perdida a otra en la que es posible soñar con un
país de pleno empleo y justicia social, fue imprescindible tener certezas. La
más importante, a nuestro juicio, es que no existe un determinismo económico al
que los argentinos nos debemos ajustar. Sobre todo, y menos aún, no se trata de
sostener en nombre de ese determinismo que vaciar el bolsillo de los
trabajadores conduce a aumentar el mercado. La evidencia empírica de las
últimas dos décadas muestra todo lo contrario.
Mientras más justicia social y distribución del ingreso se consiguió, más se
expandió el mercado.
Entonces ¿por qué la “cadena del desanimo” y de sus secuaces que intentan
mostrar que todo esta mal? En nuestra opinión, porque en nombre del mercado intentan
destruirlo para conservar cuotas de poder y rentas extraordinarias.
Nota: este artículo fue publicado
originalmente en el semanario Trabajo y Economía, en la edición de Tiempo
Argentino.
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