La Unesco publicó en 1999 un estudio que fue redactado por Edgar Morin, que contó con la colaboración de intelectuales pertenecientes a una importante cantidad de universidades de todos los continentes: Los siete saberes necesarios para la educación del futuro. En él podemos leer: Cuando miramos hacia el futuro, vemos numerosas incertidumbres sobre lo que será el mundo de nuestros hijos, de nuestros nietos y de los hijos de nuestros nietos. Pero, al menos, de algo podemos estar seguros: si queremos que la Tierra pueda satisfacer las necesidades de los seres humanos que la habitan, entonces la sociedad humana deberá transformarse. La condición de posibilidad para ese logro no parece ser sencilla. ¿Cómo lograr ese cambio? ¿Dónde encontrar los mecanismos adecuados para ese logro?
La respuesta no es demasiado misteriosa, y a nadie escapa que debe ser la educación la encargada de producir esos cambios fundamentales. La educación es la fuerza del futuro, porque ella constituye uno de los instrumentos más poderosos. Sin embargo, por lo dicho antes, no es la educación que conocemos la que está en condiciones de hacerlo. ¿No es, en parte, ella la que nos ha traído hasta aquí? Uno de los desafíos más difíciles será el de modificar nuestro pensamiento de manera que enfrente la complejidad creciente, la rapidez y lo imprevisible que caracterizan nuestro mundo. Estas citas corresponden al prefacio que escribió Federico Mayor; Director General de la Unesco.
Para dimensionar la magnitud de la tarea que debe enfrentar una educación acorde a las exigencias de los tiempos futuros dice Morin: El conocimiento de los problemas clave del mundo, de las informaciones clave concernientes al mundo, por aleatorio y difícil que sea, debe ser tratado so pena de imperfección cognitiva, más aún cuando el contexto actual de cualquier conocimiento político, económico, antropológico, ecológico… es el mundo mismo. La era planetaria necesita situar todo en el contexto y en la complejidad planetaria. El conocimiento del mundo, en tanto que mundo, se vuelve una necesidad intelectual y vital al mismo tiempo.
Debemos aceptar la paradoja de que nos es difícil comprender la enorme dificultad de la tarea. Más difícil aún en cuanto el problema que presenta la educación actual, para comenzar a plantearse toda esta problemática, es la estructura del pensamiento de los docentes. Es decir: el problema central que primero debemos afrontar es el de pensar cómo producir las modificaciones necesarias en nosotros mismos. Debemos pasar de ser parte del problema a comenzar a poder pensar la solución del mismo. Y esto supone una verdadera revolución dentro de nuestras conciencias, que debe poner en cuestionamiento la totalidad de lo que pensamos y de los fundamentos que sostienen nuestro edificio intelectual. Pero, nos señala Morin que este cambio es intelectual pero también, y en el mismo sentido, existencial. Entran en este juego nuestros proyectos de vida y los valores que esos proyectos muestran como sustento.
A esta altura de la cuestión me pregunto: ¿cuánto de nosotros estamos en condiciones de comenzar a enfrentar este desafío? De aquellos que creamos estar en esas condiciones ¿cuántos estamos dispuestos a hacerlo? He aquí la profundidad del problema y, al mismo tiempo, su imperiosa necesidad.
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