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Los horrores de la urbanización descontrolada
Categoría: Ecología

El crecimiento continuo y caótico de las grandes capitales europeas (Londres, París, etc.) no previó en manera alguna la disposición final de sus residuos sólidos y aguas servidas, ni -en ciertas ubicaciones críticas- la contaminación del aire. Durante siglos, nadie consideró que tales desechos fueran peligrosos, pues no existía base química ni biológica para sospechar sus efectos sobre la salud. De hecho, recién en 1854 el médico John Snow -mediante un rudimentario estudio epidemiológico- detectó la causa de un súbito brote de cólera que, en 3 semanas, mató 500 personas en un radio de sólo 200 metros: la contaminación con líquidos cloacales de una fuente de agua para beber, en la calle Broad de Londres.
Si alguna preocupación existía era causada por el olor nauseabundo y las graves dificultades para el tránsito que generaban los líquidos cloacales, la basura que se volcaban en las calles, los restos de la cría y matanza de animales para consumo, y otros.
En la primera mitad del siglo XVI, Enrique VIII promulgó un edicto que hacía responsable a cada propietario londinense de la limpieza del tramo de zanja de drenaje ubicado frente a su vivienda. Creó además una Comisión de Control del cumplimiento del edicto, pero no le asignó fondos para pagarle a sus integrantes. Por esa razón, la Comisión recién entró en funciones en 1622, cuando se dispuso que las multas cobradas a los infractores se destinaran a financiarla.

Una ciudad “costera”
Para comprender cabalmente la situación, es útil saber que Londres se halla a orillas del río Támesis, a unos 40 km de su desembocadura en el Mar del Norte, y que cuando la marea y el viento se oponen a la corriente del Támesis, la descarga del río en el mar es impedida. Además, muchas calles de Londres se hallan hasta 9 metros por debajo del nivel del Támesis con marea alta, con el dato estadístico de un gran crecimiento demográfico: la población de Londres pasó de 400.000 habitantes en 1650 a 2.600.000 en 1850, debido a la mano de obra requerida por la instalación de nuevas industrias.
Durante tres siglos Londres fue afectada por sucesivas epidemias de peste, cólera, tifus, etc., que provocaban miles de muertes en cada oleada. Así, en 1665, una seguidilla de días con fuertes calores agravó las consecuencias de condiciones ya altamente insalubres, produciendo un gran aumento de la población de ratas, cuyas pulgas -infectadas con la bacteria Yersina pestis– transmitían la peste bubónica a la población, produciendo 60.000 muertes en sólo seis meses.
Las espantosas condiciones de vida en esa etapa, así como las actividades diarias y las discusiones en la Comisión de Control, quedaron atestiguadas en sus minuciosos Registros, que se conservan íntegros. En ellos se pueden rastrear miles de hechos, cuyas exposiciones revelan los indecibles padecimientos de la población, por la ignorancia imperante sobre las consecuencias de un mal saneamiento. Allí, médicos, vecinos, políticos y policías, entre otros, relatan historias horrorosas sobre las “miasmas, plagas y muertes súbitas” en los hogares londinenses, que tenían una causa que hoy se identifica fácilmente.
A comienzos del siglo XVIII cada domicilio de Londres tenía bajo sus pisos de tablas de madera -aún no existía el machimbre- pozos negros sin tapa, donde se acumulaban los líquidos cloacales. Incluso en las residencias de familias pudientes, un olor nauseabundo se colaba por los espacios entre tablas hacia las habitaciones ubicadas arriba, impregnando toda la casa. Ese olor era frecuentemente más potente que el de la calle. El humo de cocinas y estufas no se consideraba nocivo, pero sí al “aire nocturno” cargado de hollín y de gases sulfurosos provenientes de la combustión de carbón con alto contenido de azufre, en hogares e industrias. Para eludir el efecto de dicho “aire nocturno”, al atardecer se cerraban herméticamente las ventanas y puertas de los domicilios. De noche, durante el descanso, tal costumbre provocaba numerosas muertes de familias enteras, por causa de una “misteriosa asfixia”: La causa real era la reducción de oxígeno en el aire, parcialmente desplazado por gases (sulfuro de hidrógeno, metano, monóxido de carbono) generados por los residuos acumulados en los pozos negros, debajo de las habitaciones. Periódicamente, el metano mezclado con aire provocaba explosiones dentro de las viviendas.

No tan distinto a nuestro hoy
Muchos pozos negros tenían conductos de descarga a la zanja semiabierta ubicada en el eje de las calles, pero el taponamiento de esos conductos producía el desborde de los pozos negros, contaminando los pozos de suministro de agua y empapando los cimientos, muros y pisos de las viviendas.
Los pozos negros sin descarga se usaban para acumular los excrementos, que luego se vendían para fertilizar cultivos. Por lo reducido del espacio disponible bajo los pisos y la estrechez de los conductos, quienes retiraban este material debían hacerlo reptando sobre manos y rodillas, para elevarlo con baldes hacia la superficie. Obviamente, los niños -por su talla reducida- eran seleccionados para estos menesteres, al igual que para la limpieza de las chimeneas de estufas y hornos.
Después de innumerables testimonios, la Comisión de Control contrató un equipo de médicos para inspeccionar estos trabajos, quienes con gran minuciosidad midieron los espacios y las personas, para luego determinar las medidas mínimas de los pozos y conductos ¡de manera de “facilitar su limpieza y mantenimiento”!.
Recién en 1840, gracias a la fuerte prédica de Edwin Chadwick -un reformador social y sanitarista inglés- y sus detalladas recomendaciones sobre los cambios a introducir en el manejo de los líquidos cloacales, la Comisión comenzó a elaborar un plan general de obras para su evacuación fuera de la ciudad. Cabe señalar que Chadwick reprendía con severidad a los londinenses por desobedecer la ley de Moisés (Deut. 23,13) sobre la disposición de los excrementos, mandato de difícil cumplimiento en tales hacinamientos.
En 1858 ocurrió en Londres un episodio conocido como el “Gran Hedor”, en que la ciudad entera fue inundada por un olor nauseabundo muy potente que provenía del Támesis, atiborrado de basura y aguas servidas, cuya descarga al mar no se produjo por efecto de mareas y vientos adversos. Miles de londinenses huyeron de la ciudad y el Parlamento, aunque siguió funcionando, lo hizo con sus cortinados mojados con sustancias para enmascarar el olor.

La contaminación del aire
A las consecuencias de la mala disposición de las aguas servidas y la basura, se sumaba la contaminación del aire provocada por la combustión de carbón con alto contenido de azufre, que fue sustituyendo a la leña desde el siglo 13 en adelante. En un libro del siglo 17 (“Fumifugium”, de J. Evelyn) se leía: “Es este horrendo humo que oscurece nuestras iglesias y envejece nuestros palacios, que ensucia nuestras ropas y corrompe nuestras aguas y aún la misma lluvia y hasta el refrescante rocío… el que precipita como vapor impuro y con su calidad negra y tenaz, mancha y contamina todo lo que a él está expuesto”
Y sigue: “…la mitad de los niños que nacen y se crían en Londres mueren antes de los dos años. Algunos atribuyen esto a los deleites de los sentidos y al abuso de los licores espirituosos que, sin duda, son auxiliares potentes, pero el constante e incansable veneno es comunicado por el aire contaminado que, con el crecimiento de la ciudad, ha hecho avances permanentes y regulares en su fatal influencia”.
Muchos años después -en 1952- ocurrió en Londres un episodio de inversión atmosférica que concentró los contaminantes del aire al imposibilitar su dispersión. Se produjo por ello la muerte de 4.000 personas en exceso sobre la tasa usual de tiempos normales y, en esos momentos, se podían ver con nitidez las extremos superiores de las chimeneas de las usinas eléctricas -de unos 100 metros- por encima de la nube de aire contaminado (smog), en tanto que la visibilidad a nivel de suelo no superaba los 20 metros.

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2006-06-24 00:00:00
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