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Una ofrenda en el infierno
Barrio Villa Floresta, Bahía Blanca. Unidad 4 del Servicio Penitenciario Bonaerense: más de 500 encerrados de toda la provincia de Buenos Aires.
Categoría: Derechos Humanos

Barrio Villa Floresta, Bahía Blanca. Unidad 4 del
Servicio Penitenciario Bonaerense: más de 500 encerrados de toda la provincia
de Buenos Aires.
El lunes pasado, mientras inspeccionaba el penal, la preocupación del director
de esa cárcel le produjo un pico de presión, por el que debió ser asistido. La
inspección encabezada por Procuvin llegó con tres fiscales, dos jueces
provinciales, se sumó un defensor oficial y quince abogados de los equipos de
trabajo. Recuperado del pico de presión, se le ordenó al director del penal
cocinar para los encerrados que llevaban horas y horas sin comer. Y hubo
churrasco en el pabellón, a las siete de la tarde. Durante la inspección,
presos en calabozos de castigos fueron realojados por disposición de jueces
activos en pabellones con régimen de puertas abiertas. Tras la inspección, el
director fue removido del cargo.
Durante el procedimiento pregunté varias veces dónde estaba Héctor Cuevas, un
detenido que siempre se comunica por teléfono con la Procuraduría. Nos llama
él. Nos llama su pareja, Paola. Muchas veces. Y muchas veces con situaciones
urgentes.
Pregunté por Cuevas. En qué celda, en qué pabellón.
A las horas de recorrer el penal llegué a un sector de “buzones”. Celdas ciegas,
de castigo, donde el encierro es absoluto. Entré a su celda de 2 x 3, inmunda,
olor a mierda. Hacía 50 grados de sensación térmica, y los 50 potenciaban el
olor, la falta de oxígeno, el espesor del aire. Le di la mano.
– ¿Usted es Cuevas?
– Acá está Cuevas.
Y me miraba. Y quería hablar. Y no iba a poder.
Me invitó a sentar. Por silla, una lata de plástico de 20 litros, dada vuelta,
mugrienta. Me senté. Cuevas se sentó en una especie asquerosa de colchón, sobre
un camastro lleno de bichos. Adentro de esa celda de bloques hacía más de 50
grados. Las rodillas enfrentadas casi se tocaban. Una sola de mis rodillas era
más voluminosa que las dos de él. Nunca comió bien. Le calculé entre 28 y 50
años. Una delgadez joven y gastada mezclada con una desnutrición vigente
imprecisan su edad. La nitidez de una biografía borroneada, pensé. Lo observé.
Parecía haberse revolcado arriba de un rallador de metal: los brazos cortados,
las manos rajadas, la cara marcada, un pómulo corrido, la nariz desviada, las
orejas tajeadas. El cuerpo agredido.
– Un gusto Cuevas. Soy fiscal federal, estamos inspeccionando condiciones de
encierro. ¿Cómo está?
–Mal. Muy mal. Estoy mal –apenas pudo decir: en protesta se había cocido los
labios y estaba en huelga de hambre hacía 10 días.
Se paró. Se levantó la remera. Flaquísimo, atravesado por tramos de cicatrices
hondas, hernias, operaciones a cuchillazos, un pedazo de intestino a la vista,
un globo blando en el abdomen que presionado reaparecía por el costado, una
bolsa que funciona de ano contra natura, evidentemente infectada y con sangre.
El todo sucio: no tiene modo de bañarse. Se lava con el agua que va al inodoro.
Equivale, y sería menos, a tener que limpiarse el culo con las manos. Pero es
peor.
–Muy mal estoy –sigue diciendo–. Mire –y me sigue mostrando. Se enoja un poco–.
Acá si no fuera por Cipriano** que me ayuda siempre, y si no fuera por Abel
Córdoba que también me da una mano, acá nos matan a todos. ¡Mire cómo nos
tienen! ¡Mire cómo estoy!
Aproveché una pausa y dije:
–Héctor, yo soy Abel Córdoba. Sabía que estabas acá y vine a verte.
Es indescriptible la emoción que lo ganó. No gana nunca el chango. Perdió
siempre, hasta con las emociones, que le ganan cuando se emociona. Le cambió
toda la cara, le aparecieron movimientos nuevos, gestos que estaban apagados, y
empezó a decir que no lo podía creer, que era a quien admiraba. Miraba para
abajo, dejaba la vista fija y los movimientos en su cara no paraban. Se le
llenaron de lágrimas los ojos, me abrazó. Lloró.
Un momento intenso, y a esa transferencia, que portaba desesperación y también
equívoco, siguió otro muy particular: con la emoción sostenida se empezó a
revelar el ademán del anfitrión. Quería dar algo, quiso, necesitó, ofrecerme lo
que sea, y tendría que ser lo que no tenía.
Miraba para todos lados. Una bolsa con yerba marrón tirada en el piso era lo
único que tenía. Nada más. Al cabo de esa búsqueda, agarró lo único que había
en esa celda.
Tendría que haber sido lo que no tenía. Tendría que ser lo que tenía.
Agarró una cosa de trapo que hacía de almohada y me lo ofreció para que me
sentara mejor, para que la pusiera sobre la lata. El momento me causó espanto,
por percibir, ambos, la presencia de la desposesión más absoluta y tener que
echar mano a un trapo como ofrenda, sostener y encontrarle forma a una atención
en esas condiciones miserables. El cayó otra vez en su situación inhumana. Yo
me di, otra vez, contra la imposición, que él padecía, de no poder encontrar
con qué materializar la intención de dar algo.
No tener nada. No tener ni lo único que se tiene.
Hablamos un rato largo. Insistió en que no estaría ahí los 10 años que le
habían dado por condena. Que prefería intentar pasar el muro aunque muriera. O
ahorcarse en esa misma celda. Pero diez años así, no.
–No se puede. Diez años así, no –repitió–. No me atiende nadie, estoy enfermo,
no puedo comer, no me dan comida, no veo a mi familia, no tengo agua, no salgo
al patio, me están matando, y me van a matar. Diez años así, no.
Como si se pudiera un día.
Nos despedimos con un abrazo, los ojos brillosos otra vez. Insistía en la
gratitud, mencionó una foto. No dije nada, me producía contrariedad, una imagen
en ese lugar, con esa condición, se desajusta con la idea que tenemos de una
foto de recuerdo. Toda fotografía es tiempo y luz. El tiempo es otra cosa ahí.
Lo obturado es el absoluto. Quedó calladamente descartado.
Al salir de la celda supe que me sería imposible cerrar un solo milímetro esa
puerta de hierro maciza de su encierro. Salí. No toqué la puerta. Que la cierre
quien sea capaz de cerrar esa puerta.
Di unos pasos. Antes de doblar hacia un pasillo miré de reojo. Héctor estaba
parado un milímetro atrás de la línea del dintel. Los brazos le buscaban el
suelo. Levantó un poco la mano derecha. “Chau, Abel.” Venía la voz desde un milímetro
más acá de la línea de los que estamos vivos. Un paso más, y se escuchó el
estampido de la puerta de fierro contra el marco de fierro. Y las llaves contra
los fierros y los fierros contra el aire. Y el candado contra el fierro. El
sonido espamentoso del encierro, obturador de toda vida.
Relaté varias veces esta vivencia. Mi relato patina cada vez sobre la escena en
la que me alcanza ese trapo para darme algo. Me conmocionó el ademán de
anfitrión durante el tormento.
En charlas con Laura Sobredo, la psiquiatra del equipo de Procuvin, ella
insistía: “Esa persona en ese momento, te quiso, y te quiso ahí”. Y convocó a
Lacan, de quien viene más precisión acerca de todo esto. Lacan escribió que dar
amor es dar lo que no se tiene a la persona equivocada.

Abel Córdoba  es titular de la Procuraduría de
violencia institucional del Ministerio Público Fiscal, que desde marzo de 2013
realiza inspecciones en lugares de encierro de todo el país, tanto en ámbitos
federales como provinciales.
Roberto Cipriano García es funcionario de la Procuvin.

– Este artículo fue publicado inicialmente por el diario Página/12 el día martes 24 de diciembre de 2013.


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Todo preso es político

El
problema del después.

 “¿De qué
empresa?”

Procuvin.

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2014-01-20 08:03:00
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