Una de
las primeras calles abiertas en Bahía Blanca es la lindera a la plaza principal
y a la catedral. Nació bajo el nombre de un tal Anchorena. Tiempo después, y
hasta el día de hoy, pasaría a denominarse Zelarrayán.
Pero, ¿qué tragedia se cifra en ese nombre? ¿Qué desenlace fatal esconde su
figura?
Juan Zelarrayán llegó a Bahía Blanca a mediados de la década de 1830 como
comandante de frontera de una revivida milicia: los blandengues. Esta era una
antigua tropa creada en tiempos de los Borbones que no sobrevivió a la época de
Mayo. Desafectada desde entonces, en los años ‘20 fue reconvertida como una
guardia de frontera para enfrentarse a las naciones indígenas y en 1834,
finalizada la campaña militar al río Colorado, el mismo Rosas propone destacar
una guardia de 200 hombres en nuestra ciudad cuando ésta no era más que una
fortaleza.
Atado a tu frontera
La porfiada guerra contra el Brasil le permitió conocer otras tierras que
no fueran sus llanos tucumanos. Allí mató a un hombre blanco y escuchó el
nombre de Rosas por primera vez.
Finalizada la contienda, abundan las imprecisiones sobre su suerte. Algunos
afirman que en esos tiempos revueltos se opuso a Lavalle y a otros oficiales
unitarios, y que por su expuesta lealtad al naciente gobierno, se ganó un lugar
en los confines de la frontera bonaerense.
De aquí en más, su vida quedaría atada a ella: fue comandante de guardia en
Chascomús e integró las tropas de Rosas en la campaña al Río Colorado. Allí
aprendió a bolear a pelo, a leer los pastizales y a perder la duda en campo
abierto. A desconfiar un poco de los indios amigos y lo suficiente de sus pares
de chaquetilla.
Desde la Fortaleza organizó incursiones a las tolderías cercanas, cerró
tratados de amistad con los boroganos, combatió a Calfucurá y a los ranqueles
de Yanquetrúz y elevó reclamos por sueldos atrasados a la ciudad de Buenos
Aires.
El comandante tenía cierta ascendencia sobre algunos hombres de su tropa pero
no hacía buenas migas con su superior y mandamás de la Fortaleza, Martiniano
Rodríguez.
Cuando se casó con una vecina de la aldea, lucía en su pecho una medalla de
plata con cinta colorada: el reconocimiento ganado y la vida de casado
sosegaron su espíritu guerrero.
La liberté
1838 fue un año agitado para el gobierno de Rosas. Los buques de bandera
francesa bloqueaban, río adentro, todo intento de comercio por el puerto de
Buenos Aires. La predecible debacle económica de la campaña se empezó a sentir
y predispuso a muchos hacendados, comandantes y funcionarios de distintos
pueblos de la pampa a organizarse para derribar al gobierno local.
Previsiblemente, algo los unía a todos ellos con la itinerante diplomacia gala,
esta vez, de gira por el Río de la Plata.
Juan Zelarrayán era, por entonces, un viejo militar de campaña que, en dicho
contexto, habría retomado sus dotes de negociador entre la indiada o entre los
comerciantes, mercachifles y capataces de estancias. Tal vez las palabras
grabadas en su medalla de honor habrían perdido el sentido que alguna vez le
supo dar. Tal vez, serenamente, se proponía ocupar el lugar de su superior.
El muerto
Conspiradores venidos de Montevideo, fondearon en el precario muelle de
Bahía Blanca, entrando en conversaciones con nuestro hombre. Pero la suerte
estaba echada: días antes del complot, Zelarrayán es delatado y debe huir de la
aldea. Parte de los blandengues, que responden al desafortunado, se levantan en
armas pero son fácilmente sofocados.
El comandante escapa tierra adentro, al sur, a un territorio que ya conoce.
Años atrás estuvo haciendo patria al mando de Rosas.
Levanta polvareda, en su cabeza se escurren los nombres de los posibles
delatores y entregadores. Putea a todo santo pero sin saña. Es parte del juego.
Espolea a su caballo, levanta polvareda, pero se sabe un hombre muerto.
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