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Fitz Roy
Explorador, meteorólogo, marino de su alteza real, el almirante Fitz Roy anduvo por estas desoladas tierras del sur en busca de los restos del Diluvio Universal.
Categoría: Cultura

En la mañana del 30 de abril de 1865
Robert Fitz Roy se quitaba la vida abriéndose la garganta, frente a su espejo,
con su navaja de afeitar.
Así dejaba atrás a sus fantasmas, a su padre, a Pringle Stokes, a York Minster,
Jemmy Button, a Fuegia Básquet, a sus muertos. O más bien, se unía a ellos.

Explorador, meteorólogo, marino de su alteza real, el
Almirante anduvo por estas desoladas tierras del sur en busca de los restos del
Diluvio Universal. La suya era una expedición típica de los tiempos que
corrían: el ímpetu cientificista, la obsesión por clasificar y enumerar, la
razón de estado y el celo evangelista, el respeto por las analogías bíblicas y
el espíritu utilitario viajaban a bordo sin mayores problemas.

¿Quién diría que en su mismísima nave, The HMS Beagle, iba el hombre que
cambiaría para siempre los parámetros de la ciencia? Pero además de un naturalista, pedido expresamente por
el capitán a la Royal Academy
para tener alguien con quien conversar e intercambiar ideas
durante la larga travesía, en el puerto de Plymouth en diciembre de 1831,
subieron a bordo tres nativos de la isla de la Tierra del Fuego que
después de un tour algo macabro por la civilizada Inglaterra, serían devueltos
a su tierra.

En un rincón del mundo
El capítulo V de la obra “Narración de los viajes
de levantamiento de los buques de S. M. Adventure y Beagle en los años 1826 a 1836: exploración de
las costas de la América
del Sud”
, publicada en Londres en
1839, se abre bajo el título “El rincón de Bahía Blanca. Este rincón del mundo en 1832
apenas era una aldea de 400 almas, contando a los soldados, las familias y a
los indios amigos, repartidos
entre las inmediaciones y el interior del fortín.

¿Cómo se vería este pueblo desde el mar? O más bien,
¿qué se alcanzaba a divisar desde la ría? Aquel día el viento soplaba fuerte y
los bancos arenosos dificultaban la navegación del buque insignia. Se percibía
una gran llanura de pajonales y recortada, al fondo, las sierras de la Ventana.
Ante la adversidad, fondearon en Puerto Belgrano y se internaron por la ría en
unos prácticos botes alquilados a un compatriota suyo que vivía hace años en
Carmen de Patagones, un tal Harris, que habría luchado al lado de Brown y de
Hipólito Bouchard en tiempos de la Independencia. Según
relata el mismo Fitz Roy fueron siete horas de remo y vela atravesando barro y
juncos hasta alcanzar una de las orillas del Napostá.

“Esperándonos estaba un grupo de figuras grotescas,
que no olvidaré fácilmente, y con el que se hubiera encantado un pintor”. A
falta de uno, seguimos con el relato del capitán: “El más próximo a nosotros
era un tipo quijotesco de tez oscura, de medio uniforme, montado en un gran
jamelgo flaco y asistido de varios gauchos, de aspecto salvaje pero
pintorescamente ataviados”.

Pero el hombre novelesco y sus gauchos no estaban
solos; los rumores de una nave extraña, rumbeando por estos lares, habían
corrido por la aldea: “… varios soldados, de variadas apariencias, indumentaria
y armamento, pero bien montados y con aspecto de forajidos; mientras que por el
otro lado un grupo de prisioneros indios, sentados y casi desnudos, devoraban
los restos de un caballo a medio asar, nos miraban ceñudos (…) pensé que jamás
se me había presentado grupo más singular”.

Desde la orilla pensaban que se trataba de
comerciantes venidos de Buenos Aires con víveres para el poblado,
desilusionados, oyéndolos hablar en inglés, uno cargado de extraños aparatos, y
el otro vestido de marino, nuestros paisanos concluyeron que se trataba de
espías de la Corona.
Según se lo mire, no andaban tan errados.

En nombre de la ciencia y de otras yerbas con aires
universales, los extraños pusieron el grito en su cielo. Decir que el
comandante de la fortaleza no hizo caso de los murmullos y les ofreció albergue
por unas noches.

Según relata nuestro cronista, se los trató bien
aunque bajo vigilancia. Así las cosas, mientras Charles Darwin recogía fósiles,
tallos, hojas e insectos; Robert Fitz Roy realizaba un relevamiento costero e
hidrográfico para fijar la profundidad de las aguas y la dirección de los
canales de la ría de acceso.

Epílogo
De vuelta en Inglaterra, el capitán de alta mar afinó
las cartas náuticas, se abocó a los estudios climatológicos y fue pionero en
las artes del pronóstico. A partir de sus mediciones, el diario The Times reportaba en algún recuadro
de su diario las predicciones del clima. Pero por distintas razones no todos
los científicos de la Real Academy ni mucho menos los que invertían
grandes sumas de dinero en el comercio ultramarino, estaban de acuerdo en sus
ensayos climatológicos.

Y si por un lado lo descalificaban desde la ciencia,
él mismo vería con desazón las ideas poco ortodoxas que su antiguo compañero de
viaje dejaría plasmadas en un polémico y rotundo éxito editorial, “El origen de las especies”.

Encerrado en su feroz creencia en un dios severo e
insondable, el hombre que atravesó bravas tormentas en mar abierto, que creó
cartas de navegación y estaciones de avisos climatológicos que se usan al día
de hoy, no pudo adaptarse ni supo sobrevivir a los tiempos que corrían en la Inglaterra victoriana
de mediados del siglo XIX.




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2012-01-22 09:08:00
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