Delmira
Agustini escribía en trance. Había cantado a las fiebres del amor sin pacatos
disimulos, y había sido condenada por quienes castigan en las mujeres lo que en
los hombres aplauden, porque la castidad es un deber femenino y el deseo, como
la razón, un privilegio masculino. En el Uruguay marchan las leyes por delante
de la gente, que todavía separa el alma del cuerpo como si fueran la Bella y la
Bestia.
Delmira Agustini nació en Montevideo en 1886, en una familia burguesa, de madre
argentina y padre uruguayo. Niña solitaria, fue educada en el propio hogar.
Sólo de adolescente salió a estudiar pintura, piano, francés.
Tenía 16 años cuando aparecieron publicados poemas y relatos suyos en conocidas
revistas de entonces: Rojo y Blanco y La Pètite Révue.
Una poeta precoz, decían los intelectuales de Montevideo.
A los 18, escribe columnas en La Alborada, biografías de mujeres, comentarios.
Delmira se convierte ella misma en un personaje de la vida cultural, empieza a
frecuentar escritores, periodistas, actores. Siempre acompañada por su madre,
vigilada por sus ojos.
La figura de Delmira Agustini sorprende en su dualidad. Delmira es la hija
obediente, guarecida en el hogar y la poeta apasionada, la mujer ardiente,
capaz de trazar versos cargados de erotismo.
Es la “Nena” para su padre, y la que recibe la visita de nada menos que Rubén
Darío, el gran poeta de América, el creador del Modernismo, que llega a
Montevideo en 1912.
Delmira no estaba hecha para la tranquilidad, para la mesura. Insomne, escribe
de noche, como en trance, poemas en los que el amor se vuelve casi sobrehumano,
en los que el deseo soñado adquiere una fuerza real, carnal.
Escribe Delmira sus poemas de fuego y el padre, con una letra pequeña y
caligráfica, es el encargado de pasarlos en limpio, de ordenarlos.
También aquí los opuestos en la historia de Delmira: esos padres sobreprotectores,
burgueses, que la llaman “la Nena”, son los mismos que alientan la publicación
de sus versos encendidos.
La obra de Delmira se construye en unos pocos años: El libro blanco, en 1907;
Cantos de la mañana, en 1910; y Los cálices vacíos, en 1913. Aparecerá póstumo:
El rosario de Eros, que ella ya tenía preparado para publicar antes de morir,
con el título Los astros del abismo.
¿Pero a qué amor le escribe Delmira? ¿A qué hombre?
Poco valen los hombres reales frente a todos los que ella se fabrica en la
intimidad de su cuarto; a ese amante fantasma con el que puede hablar de tú a
tú le envía su carga erótica inflamada: “Para mi vida hambrienta/ ¡eres la
presa única!” . Y también: “Te inclinabas a mí como si fuera/ Mi cuerpo la
inicial de tu destino”. Eros es para ella un “Padre Ciego” al que le grita:
“¡Así tendida, soy un surco ardiente!”.
Delmira se casa con Enrique Job Reyes, joven comerciante, en 1913. A los
cincuenta y tres días de casada, vuelve a la casa de sus padres.
Algunos aducen como motivo su enamoramiento del escritor argentino Manuel
Ugarte, con el que hacía tiempo se escribía y al que solía ver en Montevideo.
Las cartas de Delmira dejan entrever la pasión: “Ud. sin saberlo sacudió mi
vida”. A los arrebatos de ella, él respondía gentil, pero retrocedía, se
disculpaba, la soslayaba.
Esta es la historia que se repite en su vida: su apasionamiento, sus impulsos,
reciben siempre un “tranquila, tranquila”, como le supo decir Rubén Darío; los
hombres que ama parecen temerle, prefieren mantenerla a distancia. Es una mujer
excepcional, fuera de la regla de la época, y no se le perdona.
Delmira se sigue viendo con Reyes, el ex-esposo. Se encuentran periódicamente
como amantes.
La tarde del 6 de julio de 1914, él la cita en una habitación alquilada, le
ruega un último encuentro, dice que debe irse a Buenos Aires. En esa cita, en
esa tarde de invierno, Reyes la asesina con dos balazos y luego se suicida.
Delmira ya había escrito ese momento fatídico en “Lo inefable”: “Yo muero
extrañamente… No me mata la Vida, / No me mata la Muerte, no me mata el Amor;
/Muero de un pensamiento mudo como una herida”.
Versos enmarañados que su padre, siempre con letra delicada, se había encargado
de pasar en limpio.
Ese mismo hombre, abatido por la noticia que acaba de recibir en el teléfono,
tarda un siglo en comprender que ha sucedido una desgracia; con trabajo logra
llegar hasta la casa donde su hija continúa en el suelo como una fragancia
derramada. Apenas la ve, escribe en una libreta, con su caligrafía prolija,
estas pocas palabras: “Día fatal de la Nena”.
Para oír poema dedicado a Delmira Agustini de Laura Forchetti http://www.despertandoalilith.org/?p=49
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Autoconvocatoria Mujeres
Cartas de Amor de Delmira Agustini, Editorial Cal y Canto: podés solicitarlo a librosenlilith@gmail.com, libros a
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