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Calle Rivadavia
El repertorio de calles del barrio Villa Mitre siempre se ha distinguido por contar, en su mayoría, con héroes, fechas y batallas que se podrían reunir en un amplio e inacabado panteón liberal.
Categoría: Cultura

El repertorio de calles del barrio Villa
Mitre siempre se ha distinguido por contar, en su mayoría, con héroes, fechas y
batallas que se podrían reunir en un amplio e inacabado panteón liberal. Desde
patriotas europeos a escaramuzas que se desataron en nombre de la libertad,
todos se cruzan en esta antigua barriada. Y la calle que nos reúne hoy es un
prócer de manual: Bernardino Rivadavia.
¿Quién era este hombre, dueño de un sillón, aunque aquí -en su monumento de la
Plaza Rivadavia- esté de pie? ¿Cuándo anduvo por nuestra ciudad? ¿Qué es lo que
une los orígenes de Bahía Blanca con los préstamos de la Baring Brothers y qué
especie de maldición yace en este suelo desde aquellos años?
Parece que esta vez haremos una excepción. En rigor a la verdad, aquel
ilustrado mestizo nunca anduvo por estos pagos pero como buen estadista de
escritorio, vislumbró, allá por 1821, la idea de fundar una población portuaria
en la desembocadura del Napostá.

Nunca me oíste en tiempo
Diplomado en varias lenguas, viajante inescrupuloso, rápido para los
negocios ajenos y asiduo de pasillos y oficinas, su nombre se lo puede rastrear
desde los primeros años de la gesta de Mayo. Perseverante como pocos, lo
encontramos en esta crónica formando parte del gobierno de la provincia de
Buenos Aires.
 Por entonces las Provincias Unidas
estaban en plena ebullición y Rivadavia, ministro de gobierno de Martín
Rodríguez, era uno de los hombres fuertes de la ciudad porteña. Sus dirigentes,
en su mayoría, coincidían en la necesidad de avanzar la frontera contra el
indio pero un Estado deficitario por donde se lo mire, dificultaba semejante
operación.
Después de una gira por Europa en busca de un príncipe para estas tierras,
envalentonado con los avances de la revolución industrial, Rivadavia fabuló un
enclave marítimo al sur de las pampas, poblado por gentes morales e industriosas
que proveería el viejo continente, con un puerto deseoso de inversión y ligado,
al fin, a los caprichos del mercado mundial. Para eso -entre otros proyectos- pidió
un préstamo a la banca londinense e hipotecó las tierras de la provincia, en
calidad de garantía, en un negocio -la enfiteusis- que finalmente sería redondo
para unos pocos.

La bahía desolada
Así, en 1823 el gobierno de la provincia contrató un par de buques y acordó
con armadores particulares el arribo de materiales y pertrechos para la
naciente población. A su vez, una expedición militar, acantonada en Tandil, se
reuniría con éstos en aquel punto.
Sin embargo, el informe que se presentaría al gobernador no era muy alentador:
“El lugar no podía ser peor. Ni como puerto podía considerarse de importancia,
ni la costa ofrecía ventaja alguna para hacer una población entre aquellos
médanos (…) era un arroyo llamado Napostá chico, en la costa norte de la bahía.
El fondeadero o verdadero puerto dista todavía algunas leguas de allí, pero los
de la expedición (marítima) creían que aquello era Bahía Blanca”, relata un
ignoto y desahuciado capitán Manuel Pueyrredón, uno de los oficiales al mando
de las milicias despachadas, quien en unas copiosas y errantes Memorias reconstruyó
aquellas dramáticas jornadas de invierno a través de sierras, médanos y
cangrejales.
Finalmente, desinteligencias y contraindicaciones, malentendidos y
discrepancias en torno a qué y dónde levantar población, dieron marcha atrás
con el proyecto: “…hice la protesta ordenada y les intimé que se retirasen,
pues la expedición no podía continuar (…) los señores que figuraban en aquella
empresa se incomodaron mucho, y me armaron una tremenda camorra (…) les dolía
mucho perder los lucros que se prometían de la empresa…”, sentencia nuestro
cronista, enviado por el gobernador en campaña -en plena excursión contra las
tribus nativas- con la orden de levantar todo.

Cosa e’ negros
Pero lo peor para los gauchos malentretenidos, criollos pobres y negros esclavos,
obligados a vestirse de soldados, no había sucedido. Aclarada la situación, los
expedicionarios retoman el camino al Tandil, aunque más bien lo confunden: “…la
vuelta se hizo por unos campos intransitables (…) y el invierno se presentaba
con un carácter cruel y riguroso”.
El enviado y los suyos atravesaron cañadones, bañados, pajonales con el agua
sobre los tobillos, y demoraron, según sus cálculos, aproximadamente dos meses
hasta la tienda de campaña. Sucede que a las incursiones de ranqueles, pampas o
boroanos, se sumaron una mala alimentación, la improvisación y el frío.
“Las jornadas que se hacían eran muy cortas (…) No se podía romper la marcha
temprano porque era preciso dar lugar a que los hombres se desentumecieran,
porque amanecían duros de frío. Todos los días morían tres, cuatro y hubo
alguno de siete…”, recordará años después el desventurado Pueyrredón que a lo
largo de sus Memorias se desanda en loas al gobernador y deja entrever el
malestar existente por aquellos días debido a que mientras ellos andaban
hundidos en el fango, en Buenos Aires ya había sido nombrado el sucesor, asunto
del cual, Bernardino Rivadavia formaba parte, al punto que había arreglado la
continuidad de su cargo ministerial.
Y si en Buenos Aires se jugaban otros asuntos, “los negros del batallón de
cazadores, volvían hechos pedazos y sin calzado (…) no había día que no
hicieran recoger del campo negros helados, a veces hasta nueve… desde que
amanecía, mandaba los soldados de la escolta a que me trajeran los negros que
encontrasen duros de frío; los hacía meter en mi tienda, calentarlos al fuego y
darles ponches de aguardiente, hasta que vueltos a la vida, se los mandaba a
sus jefes…”, evocará Pueyrredón mientras, el hombre adelantado a su tiempo,
firmaba acuerdos, extendía plazos de la enfiteusis y estrechaba la mano de
ávidos prestamistas.



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2012-01-08 20:34:00
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