Por extraños motivos la 89na ceremonia de entrega de los Premios Oscar fue
inolvidable.

Como siempre, la cita fue en Los Ángeles y marchaba razonablemente bien.
El domingo 26 de febrero, el carismático Justin Timberlake hizo la apertura dance,
que fue el mejor número musical de la noche.
Después el conductor debutante Jimmy Kimmel inauguró hizo un discurso irónico
sobre el presente político, aunque fue más componedor de lo esperado con exhortaciones
a la unión en vez de la confrontación y bromas sobre quienes el año pasado
decían que el Oscar era racista.
Eso dio paso a la rutinaria sucesión de presentadores, premios y
agradecimientos, que intentaba andar con prisa pero hacía tantas pausas que el
objetivo de acortar la transmisión naufragó por completo.
Por supuesto, hubo “entremeses” como el contingente de turistas que fue
invitado a la sala para saludar a algunas estrella; la lluvia de caramelos y
galletitas sobre los presentes; pullas entre Kimmel y su archienemigo Matt
Damon -un juego que han jugado por años- ; el desagravio a Meryl Streep porque
Trump la descalificara como “sobrevalorada” y aguados reconocimientos a los
logros técnicos y los profesionales fallecidos.
La poca pimienta de las casi cuatro horas de duración la pusieron los presentadores
y ganadores que aprovecharon la vidriera global para manifestarse contra la
discriminación y el autoritarismo del actual gobierno, como el mexicano Gael García
Bernal o los encargados de recibir el premio a “Mejor film extranjero” para El viajante en nombre del director iraní
Asghar Farhadi, que se negó a ir por el cierre de las fronteras “americanas”
para los ciudadanos de su país y otros países islámicos.
La candidata a arrasar era La La Land y
cumplió obteniendo siete estatuillas de su record de catorce nominaciones,
incluyendo dos de los más importantes a “Mejor dirección” para Damien Chazelle
-que sus treinta y dos años se convirtió en el director más joven en obtenerlo-
y a “Mejor actriz” para Emma Stone, haciendo suponer que también se llevaría el
premio mayor a “Mejor película” de 2016.
Este año Bonnie & Clyde (Arthur
Penn; 1967) cumple medio siglo, por lo que sus protagonistas -una exultante Faye
Dunaway y un algo reticente Warren Beatty- presentaron la categoría final, la dama
dijo la fórmula mágica: “And the Oscar goes to…” y “¡La La Land!”.
Se dio la lógica pensamos los espectadores alrededor del mundo, pero entre los
festejos y los abrazos el productor Jordan Horowitz notó que la tarjeta estaba
errada armando un revuelo que sacó a todos del sopor y finalmente se anunció
que el premio era para Luz de luna, drama
sobre las dificultades de un chico afroamericano creciendo en Miami dirigido
por Barry Jenkins.
Al parecer, no se equivocaron los presentadores sino el asistente que les entregó
el sobre, pero hubo que desalojar del escenario a los “desairados” de La La Land a pesar de ser los más
ganadores de la noche y retomar la emoción de los “victoriosos de rebote”,
mientras Kimmel se despedía hasta nunca.
En definitiva: Papelón in aeternum, sospechas y burlas en los medios y redes
sociales y la sensación palpable de que -parafraseando a Shakespeare- lo que
acaba mal, está mal.