Un director casi olvidado a pesar de que la mayor parte de sus son intemporales
y disfrutables.
El enorme director Billy Wilder no obstante toda la capacidad creativa que lo
llevó a descollar como guionista y/o director en cada género que abordó tenia
momentos de duda y en momentos se preguntaba “¿Cómo lo hubiera hecho
Lubitsch?”.
No es una leyenda, porque en el estupendo documental Retrato de un hombre 60% perfecto (Annie Tresgot; 1982) que lo
tenía como centro, la frase puede verse en letras itálicas y enmarcada cerca
del escritorio donde solía trabajar.
Wilder murió en 2002 a los noventa y cinco años y muchos de sus trabajos
mayores se siguen viendo y todavía son incluidos en listas de los mejores films
de la historia -como la comedia Una eva
y dos adanes (1959) con Marilyn Monroe o el drama Sunset Bulevard (1950) con Gloria Swanson-, pero desafortunadamente
ese colega y compatriota con el que varias veces colaboró, que tanto admiraba e
invocaba como un numen en momentos de necesidad, apenas si es tomado en cuenta
fuera de los especialistas o cinéfilos recalcitrantes.
No se trata de ponerse nostálgico o desmerecer los talentos actuales, sino de
recobrar largometrajes maravillosos que en el presente y gracias a las reediciones
digitales y la distribución de contenidos online son bastante asequibles.
Ernst Lubitsch nació en Berlín en 1892, comenzó a actuar en la escuela
secundaria, paralelamente entró -como cadete- en el estudio Bioscope de su
ciudad y actuó en algunos films.
Pero se dio cuenta de que actuar no era lo que más le gustaba y comenzó una
carrera como guionista, productor y con apenas 21 años debutó como director en
1914.
Se hizo notorio en su país con el film de terror Los ojos de la momia (1918) y La
princesa de las ostras (1919) lo descubrió al público internacional y le
abrió la puerta de Hollywood donde se mudó en 1922.
Debutó dirigiendo a la estrella Mary Pickford en la comedia romántica Rosita (1923) comenzando una carrera
meteórica en la que la llegada del cine sonoro no fue un obstáculo como en la
de tantos otros actores y directores.
Como si presintiera que su vida sería corta no paró de trabajar rodeado de grandes
actores y la mayor parte de las veces acompañado por el éxito, hasta que sufrió
un ataque cardiaco poco después de finalizar el rodaje de La dama de armiño (1947) -que debió ser terminada por su colega
Otto Preminger- apenas a un año después de obtener un Oscar honorario por su
aporte al arte cinematográfico tras once nominaciones fallidas.
Datos vacíos si no se habla del estilo de su cine, que se volvió inconfundible
al punto de ser definido como “el toque Lubitsch”. Algo difícil de explicar pero
que se percibe como una mirada lateral en ciertas situaciones y escenas.
Dirigió todo tipo de tramas y géneros, pero más de la mitad de sus trabajos son
comedias en los que su toque brillaba más o mejor.
Su humor sutil e irónico le permitía abordar temas complicados para su época y
se animaba a hacer insinuaciones sexuales a pesar de la prohibición de ponerlo
en palabras o acciones en una pantalla, pero lo lograba sin ser censurado o
reconvenido como era bastante común.
Hoy casi la totalidad de su filmografía -que incluyendo sus cortometrajes
excede los setenta títulos- es de dominio público, buena parte circula en
internet incluyendo muchos títulos silentes que son un verdadero tesoro, pero
sus trabajos esenciales pertenecen al sonoro.
No puede dejar de verse Problemas en el
paraíso (1932), una comedia romántica con no poco suspenso creado por las
profesiones de los protagonistas: un ladrón de guante blanco y una bella
carterista interesados en la fortuna del mismo ricachón.
Ninotchka (1939), la única comedia
protagonizada por la diva Greta Garbo, que interpretaba a una severa soviética
que va a Paris como enviada diplomática y se va enamorando del glamour de la
ciudad y del encanto de Melvyn Douglas.
Una trama deliciosa con una gran química entre los protagonistas, excelentes
secundarios y… una carcajada de la actriz usualmente dramática por lo que el
slogan publicitario rezaba ¡Garbo ríe!”.
El bazar de las sorpresas (1940)
Comedia romántica ambientada en Hungría o para ser exactos en la tienda del Sr.
Matuschek, donde su mejor empleado y la nueva vendedora no pueden dejar de
antagonizar. Aunque se trata de unos jovencísimos James Steward y Margaret
Sullivan y uno puede imaginarse cómo van a terminar las cosas después de un par
de malentendidos y momentos dramáticos.
Ser o no ser (1942), que comparte
con El gran dictador (1940) de
Chaplin la osadía de bromear sobre Hitler en medio de la Segunda Guerra
Mundial.
Una compañía teatral interpreta a Shakespeare en la Polonia ocupada, mientras
la pareja que la encabeza se debate entre sus problemas matrimoniales y la
intención de ayudar a la resistencia.
El cielo puede esperar (1943) Una
comedia dramática con un encuadre en el género fantástico, que comienza con el
protagonista descendiendo a los infiernos y contando su vida al mismísimo
demonio, que va a decidir si ha hecho “méritos” para asarse allí abajo.
Don Ameche yendo del atractivo y consentido veinteañero hasta la vejez con un
extraño maquillaje, pero con gracia.
Títulos que han sobrevivido bien el paso de los años al amparo de aquella frase
del propio director: “A veces hago películas que no están a mi nivel, pero sólo
de un mediocre puede decirse que todo su trabajo alcanza su nivel”.
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