Las polémicas alrededor de La cordillera revelarían un sintomático
cambio en el público de cine.
El film de Santiago Mitre fue uno de los estrenos nacionales más esperados del
año, tanto por su protagonista Ricardo Darín, que tiene su propio caudal de
seguidores como por la especulación sobre la trama relativa a un presidente
argentino recientemente asumido que tendría que ver en todo o parte con el año
electoral o el propio Macri.
Finalmente el estreno de La cordillera
dejó de lado tales especulaciones, pero logró una inesperada notoriedad por
algo mejor: el efecto del estilo y la estructura del relato en el público.
Eso es el sueño dorado de cualquier realizador o guionista, porque para una
producción audiovisual en particular o artística en general un efecto positivo
o aún uno negativo es mejor que la indiferencia.
La Manzana de la Discordia -si cabe la citar la mitológica fruta- fue el final,
cuyo corte abrupto, para unos es una genialidad y para otros una afrenta que
delata la falta de un verdadero desenlace.
Todo eso expresado en críticas mejor o peor articuladas en los medios o
comentarios más o menos altisonantes en las redes sociales, que seguramente van
a ayudar a sostener en cartel al largometraje, porque tanto ruido magnifica la
publicidad a pesar de que fue bastante y la salida en trescientas salas un
record.
Todo mundo tiene derecho a su opinión, pero la queja por el ritmo contemplativo
o la supuesta “falta de final” se repite demasiado y en buena parte se debe a
algo que no está en la pantalla: el acostumbramiento a la fórmula de “los
quince minutos”.
El cine más promocionado y visto es el industrial de Estados Unidos que en su
mayoría usa guiones y tramas que proveen de grandes o pequeños giros o sucesos
que llevan la acción hacia adelante aproximadamente cada quince o veinte
minutos y eso es lo que espera el espectador medio desde hace años.
En La cordillera pasan muchas cosas,
pero no con esa periodicidad y definitivamente sin el apoyo de efectos o
efectismos, por eso la sensación incómoda de que algo falta se parecería más a
un síndrome de abstinencia que a otra cosa.
Una sensación bienvenida porque hay vida cinematográfica más allá de la
formulita y los espectadores la merecemos.
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