El cine del este europeo se está sacudiendo la modorra.

Los festivales más importantes -Cannes, Berlín, Venecia- cada dos o tres años imponen un determinado director, estilo o cinematografía como “lo nuevo y mejor”. Pasó con el cine iraní, el asiático o el nuevo cine argentino, y ahora le toca el turno al rumano.
La historia del cine rumano comienza en 1896 con la curiosidad pública por la nueva invención y algunos pioneros que rodaron documentales.
Recién en 1911 se realiza la primera ficción –Amor fatal dirigida por Grigore Brezeanu- y la actividad siguió con vaivenes hasta la llegada del sonoro en los `30, que trajo problemas técnicos, disminución de la producción local y la popularidad de films extranjeros.
Hasta que el régimen comunista instaurado en 1948 promulgó la ley de nacionalización del cine, que favoreció la producción local pero la convirtió en mera ilustración de la ideología imperante.
En 1990 el régimen colapsa, la situación general cambia y se ruedan films que examinan el periodo anterior.
Y finalmente, el nuevo milenio trae un resurgimiento gracias a un grupo de nuevos directores -Cristian Nemescu, Cristian Mungiu, Catalin Mitulescu, Cornelio Porumboiu, Cristi Puiu entre los más destacados -que captan la atención intencional.
A pesar de esta “moda” auspiciada por la crítica y los jurados de festivales la industria sigue débil. Se depende de financiación extranjera, faltan salas de exhibición y abunda la piratería; mientras -paradójicamente- muchos directores extranjeros filman en Rumania por los costos bajos.
Lo deseable sería que la bonanza actual se aproveche para el afianzamiento de la actividad fronteras adentro y la distribución hacia afuera.