La escena de un clásico de la ciencia ficción que ofrece una asombrosa síntesis
de la evolución humana.
Los neurólogos y neurocientíficos dicen que los
humanos habríamos desarrollado tan drásticamente nuestro cerebro y capacidades,
gracias a algo tan peregrino como la posición bípeda.
Al caminar erguidos, quedan las manos libres para asir o transportar cosas y usar
o fabricar herramientas con propósitos específicos, desde las más rudimentarias
del pasado -una piedra a modo de martillo- a las más complejas del presente -como
un bisturí laser- y las que vengan en el futuro, si no volvemos a la Edad Media
que pronostican las narraciones distópicas y los apocalípticos.
“Tecnología” sería la palabra clave de nuestro tiempo y se la asocia
preferentemente con la cibernética, la informática y la electrónica, olvidando
que por definición su alcance es mucho más amplio. Algo evidente en la
definición del Diccionario de la Real Academia Española, que en su primera
acepción la caracteriza como el “conjunto de teorías y de técnicas, que
permiten el aprovechamiento práctico del conocimiento científico”.
Así que alguna lejana vez, la rueda, la palanca
o la cámara de los Hermanos Lumière fueron “tecnología de punta”. Y en el caso
particular de la humilde, pero innovadora cajita de madera con lentes y
película que permitía captar imágenes en movimiento y proyectarlas, se
convirtió en uno de los vehículos favoritos de las fantasías sobre el futuro y
muy prontamente nació el género de la ciencia ficción cinematográfica, basado
en la literatura o en material original.
El pionero en ambos casos fue el director francés Georges Méliès, que hizo entre otros El viaje a
la luna (1902) versión libérrima de la novela De la tierra a la Luna de
Jules Verne y esas visiones del futuro han continuado por más de un siglo y pronto
gadgets al estilo de Occulus que quizás nos permitan no sólo de ver un film,
sino estar metidos en él.
Cada día estrenan un título sobre o con otra maravilla visual, tanto que la
nueva versión de El hombre biónico -para la que suena Damián
Szifrón como posible director- va a necesitar de efectos realmente especiales,
porque muchas de las habilidades del protagonista ya tienen prototipos que podrían
usarse en fechas cercanas.
A pesar de las realidades y las realidades virtuales capaces de sumergirnos en la
Matrix (Andy & Larry Wachowski; 1999) o en una
desventura espacial como la de Gravedad
(Alfonso Cuarón, 2013), hay una escena que sigue siendo la más emblemática
cuando de cine y tecnología se habla: la escena introductoria de 2001, una odisea del espacio.
Clásico sci-fi estrenado en 1968, dirigido
por Stanley Kubrick y que en rigor de verdad no se basa en la novela homónima
de Arthur C. Clark, porque él la escribió simultáneamente con el guión y la
editó ese mismo año.
Un film rodado una década antes de que los FX o efectos especiales empezaran a
ser llamados de esa manera y varias más antes de las versátiles imágenes
generadas por computadoras -CGI- y que aun así, conserva su aura futurista.
Para quienes no lo recuerden o los fóbicos a las “pelís viejas” -que los hay
los hay-, abre en un paisaje semidesértico y oscuro mientras se oyen voces
animales.
En una cueva, un grupo de simios -homínidos si nos ponemos específicos- esperan
la luz del amanecer para salir de su refugio y cuando lo hacen, descubren un
extraño monolito.
Se acercan a él, lo rodean agitados, lo examinan temerosa y reverencialmente,
pero después se acostumbran a su presencia o sus estómagos se imponen y van a comer
los restos del festín nocturno de los grandes carnívoros.
Cuando el sol de mediodía se asoma detrás del misterioso monolito, uno de los
monos se queda inmóvil y luego decide tomar un hueso largo y al son del poema
sinfónico Así habló Zaratrustra de
Richard Strauss, comienza a dar golpes contra las piedras.
Primero despacio, ensayando la mejor manera de hacerlo. Luego en triunfo, vislumbrando
todo el poder que ese arma le va a proporcionar, hasta que la lanza con fuerza hacia
arriba.
El hueso -posiblemente un fémur-, gira en el aire un par de veces recortándose contra
el cielo azul y por arte de edición… se convierte en una nave espacial que se
desplaza suavemente, mientras suena el vals Danubio Azul de Johan -tío del anterior- Strauss,.
Quizás el mejor ejemplo de elisión temporal, a años luz de las comunes donde se
deshoja un calendario en cámara rápida o se muestra el paso de las estaciones
en los cambios del follaje.
Un perfecto resumen de varios millones de años. De los monos que fuimos -creacionistas
abstenerse- hasta que nuestros cerebros y manos nos pusieron en el espacio y en
el ciberespacio, procesando datos a velocidades impensadas.
Unos pocos minutos, que prologan el thriller paranoico alrededor de Hal 9000 y
su alegoría futurista, que tienen muchos competidores, pero difícilmente hayan
sido superados.
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