Una discutible decisión editorial hecha sombra sobre una novela clásica de la
literatura estadounidense e internacional.
En la industria de la música, se aplica la categoría de “One-Hit Wonder” a los
intérpretes que “la pegan una sola vez” en toda su carrera o cuya carrera se
reduce a un solo tema destacado.
En el ambiente literario no se los llama así, pero existen escritores cuya
bibliografía se reduce a un solo trabajo o casi.
Entre ellos se encuentra -o encontraba- la estadounidense Nelle Harper Lee, que
firmaba sólo con sus dos apellidos.
Hace 56 años Harper Lee lanzaba la novela Matar
un ruiseñor (1960), que se convirtió inmediatamente en un clásico
contemporáneo en su país, no sólo por la calidad de su prosa, sino especialmente
por tratar un tema complicado en un momento histórico igualmente complicado.
En la década del 60 la tensión entre la lucha de la comunidad afroamericana por
sus Derechos Civiles y la resistencia de la mayoría WASP -blanca, anglosajona y
protestante- era palpable y la novela -narrada en primera persona por una niña-
se centraba en un flagrante caso de racismo.
La pequeña Scout comienza contando una anécdota banal -cómo fue que su hermano Jem
se quebró el brazo- y va abriéndose a la realidad del pueblo del sur -profundo-
dónde ella ha crecido huérfana de madre y al cuidado de un padre que se acerca
a los cincuenta y de Calpurnia, su tan inflexible como leal cocinera negra.
La interminable diversión estival de la niñita -que no se ajusta a los
estándares de una futura señorita sureña y prefiere usar pantalones- y sus
amigos y las historias que inventan sobre el misterioso vecino que nunca se
deja ver, hasta que Atticus Finch -su padre y el abogado en quien todos
confían- se convierte en enemigo del pueblo cuando nos sólo intenta defender a
un joven negro que está acusado de violar a una joven blanca como una
formalidad, sino hacerlo en serio y salvarlo.
La ternura del relato infantil fue ideal para amortiguar el impacto del tema en
el contexto social de los sesenta y se convirtió en un éxito editorial.
La autora -hasta ese momento una empleada administrativa- no tenía ni el
propósito ni el deseo de ser famosa, pero recibió el Premio Pulizer de Ficción
en 1961 y la novela pasó al canon literario obligatorio en las escuelas
secundaria y universitaria de su país.
El recorrido internacional fue importante pero menos meteórico, hasta que llegó
la versión cinematográfica en 1962, dirigida por un correcto Robert Mullican y
beneficiada particularmente por la presencia escénica de Gregory Peck como
abogado monolítico y padre tierno y la niña Mary Badham como la adorable Scout.
La gran acogida del film y sus premios -tres Oscars entre ellos- extendió el
alcance de las traducciones de la novela y la fama de Lee, que prefirió permanecer
fuera del radar de la prensa con excepción de su amistad con Truman Capote y la
larga lista de tributos que fue recibiendo a través de los años.
Hasta que en 2015 salió a la luz un viejo manuscrito y se editó una segunda novela
entre rumores que ponían en duda su procedencia, porque se hizo poco después de
la muerte de la hermana mayor de la escritora que oficiaba como inflexible representante
y durante la decadencia mental y física que terminó en su propia muerte en
febrero de este año.
Ve y pon un centinela, vuelve a la
misma pequeña ciudad y los mismos queridos protagonistas: Atticus con más de
setenta años y Scout de veintiséis y casi al mismo tema central: la segregación
racial.
Desde el punto de vista de la trama se trata de una continuación, pero sorprendentemente
esta novela fue presentada a varios editores a finales de los cincuenta y rechazada
por considerarla poco desarrollada o inconclusa.
Pero un editor vio más allá de la historia de la chica que regresa a su pueblo natal
para visitar a su admiradísimo padre y descubre con horror que tiene pies de
barro y es capaz de las mismas agachadas que cualquiera de su cerrada y racista
comunidad, y pidió a la autora que rescatara los recuerdos de infancia e
hiciera de ellos la línea central.
Paradójico que la visión de aquel editor diera pie a una gran novela y la
voracidad económica de otro la haya ensombrecido, porque si el estilo de Harper
Lee es reconocible la segunda sigue siendo una suerte de esbozo.
La figura de los editores -no quien decide que un texto se publique sino quien
lee y acompaña al autor- están en un segundo plano, pero han tenido una gran
influencia en la historia de la literatura contemporánea -por comisión u
omisión- y a pesar de que hoy día la autoedición la deja casi afuera, sigue siendo
necesaria.
Quien se acerque a Ve y pon un centinela
-el título cita a Isaías 21:6- deberá saber que reconocerá a muchos de los
personajes y sabrá de su destino, pero que no deja de ser una especie de
nouvelle edípica con un final conformista, que no resiste la comparación con su
predecesora.
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