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Democracia y mercado
Categoría: Opinión

Durante los dos últimos siglos, quizá un poco menos, se podía tratar el tema de la democracia como un problema autónomo, su temática, sus implicancias, sus posibles conflictos, parecía era dable planteárselos dentro del ámbito del pensamiento político, y ello era suficiente. Dos revoluciones, la francesa y la estadounidense, daban un marco teórico, histórico y práctico para poder pensar desde allí. Eran tiempos en los cuales el liberalismo era una bandera ondulante que cubría de legitimidad las consecuencias a las que se arribara a partir de sus premisas.
Mucho tiempo ha transcurrido desde entonces. El comienzo del siglo XX, las dos grandes guerras, los conflictos posteriores, deterioraron ese optimismo. La relación entre estados, supuestamente soberanos, comenzaba a empañarse con la clara demostración de la existencia de estados fuertes y otros débiles y dependientes. Entonces, empieza a deslizarse la sospecha de que el funcionamiento autónomo de los estados está condicionado por la presencia de poderes exteriores que inciden en la toma de decisiones. Si bien esto no era nuevo, no se había tomado debidamente en cuenta en la elaboración de la teoría política sobre la democracia.
Como la mayor parte de la literatura estudiada era elaborada en los países fuertes, en los que la democracia se mostraba sólida ante la presión ajena, la universalización de las consecuencias que de ello se sacaban ocultaba las diferencias políticas que imponía la diversidad geográfica de pertenecer o no al mundo dominante. Estar en Europa o en África no era una simple diferencia espacial, era mucho más que eso. Sin embargo, aunque esto puede parecer obvio hoy, es suficiente con hojear los manuales de ciencia política para comprender que estas notables diferencias no eran tomadas en cuenta. Por otra parte, es comprensible que en las universidades de los países centrales se estudien a sí mismos y hablen de ello, dado que son el modelo teórico y práctico a tener en consideración.
La segunda posguerra abrió un proceso de descolonización de lo que se denominaba entonces “el tercer mundo”. Empezaron a convertirse en materia periodística los conflictos de las colonias o semicolonias, con lo cual entró en el comentario cotidiano de vastos sectores del mundo esta problemática. La liberación de las colonias mereció ser tratada en una encíclica de Pablo VI, Populorum progressio, con lo cual el problema adquirió estatus de legitimidad intelectual para pensar y debatir sobre ello: “Hoy el hecho más importante del que todos deben tomar conciencia es el que la cuestión social ha tomado una dimensión mundial”, decía el papa en 1967.
“Pero, por desgracia, sobre estas nuevas condiciones de la sociedad, ha sido construido un sistema que considera el provecho como motor esencial del progreso económico, la concurrencia como ley suprema de la economía, la propiedad privada de los medios de producción como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes. Este liberalismo sin freno conduce a la dictadura”, agregaba. A partir de entonces hablar del liberalismo como causa de las injusticias, de capitalismo explotador, de imperialismos, dejó de ser una tema exclusivo de la izquierda marxista-leninista, y ese lenguaje era utilizado apoyándose en la Doctrina Social de la Iglesia. Y se podía llegar a sostener: “El bien común exige, pues, algunas veces la expropiación si, por el hecho de su extensión, de su explotación deficiente o nula, de la miseria que de ello resulta a la población, del daño considerable producido a los intereses del país, algunas posesiones sirven de obstáculo a la prosperidad colectiva”.

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2006-12-16 00:00:00
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